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1999-2024: cómo han cambiado nuestras vidas (10/12)

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Rafael Simón Hurtado

Una historia de hospital

Historias inverosímiles vagan, como fantasmas, por los pasillos de los hospitales venezolanos. A mi hermano, un hombre de 51 años, le fue diagnosticada una muerte de los huesos de las caderas. Desde el diagnóstico, el plan quirúrgico recomendado fue el del reemplazo total de ambas articulaciones. Paulatinamente, fue perdiendo movilidad en las piernas. Caminar era un dolor intolerable.

Luego de una serie de consultas, se le impuso la orden médica para ser intervenido. Sin un seguro que lo amparara, debió someterse a los rigores de nuestro sistema de salud pública. Las frecuentes visitas al servicio de traumatología nos proporcionaron experiencias dolorosas. Reinaba el caos. No había camas suficientes. Depósitos de basura reposaban en las cercanías de consultas y áreas de espera; y la ineficacia de unos trabajadores, envueltos en las vendas de la incapacidad, se escudaban tras la indiferencia y la altanería.

En el caso de mi hermano, su aspiración a ser intervenido se vio entorpecida por los efectos de una inflación que elevaba (y eleva) el costo de las prótesis a niveles inauditos. La tramitación del recurso, a través del sistema de aduanas, se atragantó en la lentitud y la complicación excesiva. Ninguna gestión era admisible en una red de corrupción que no calmaba su sed de dólares.

Es cierto que, a veces, era posible observar algunas batas blancas transmutadas casi en hábitos religiosos, pero la corrupción del sistema engullía toda iniciativa de dignidad de un acto que, por encima de todo, debe ser humanitario.

Mi hermano fue operado de una primera cadera, después de flotar largamente a la deriva de una gerencia sin criterios. La recomendación médica siguiente fue que debía ser intervenido de la otra, al cabo de tres meses. La vorágine con la que el monstruo de la ineficiencia lo arrasa todo detuvo el nuevo procedimiento.

Debieron transcurrir cinco años para la nueva operación.


Ricardo Bello Toledo

Ciudadanía de papel

Hemos andado por muchos sitios estos últimos 25 años, dejando todo, hasta los recuerdos. Fuimos arrojados a la calle, invitados al destierro, abandonando la tumba de nuestros padres a la hierba y el monte, y salimos sin ver para atrás. El tiempo parece desparramarse en ciudades y mares, idiomas de todo tipo y sobre todo guerras. Y al igual que en Venezuela, ningún adversario es capaz de prevalecer sobre el otro, empeñados en la muerte del enemigo. Todos los bandos forman parte de tu conciencia, rivales incapaces de triunfar o imponerse. Perseguido y perseguidor, Cristo y Centurión romano, crucificado y el que crucifica; no puedes ser las dos cosas, pero ambos coexisten en tu historia. Eres inocente y también recibes tu castigo, la sentencia y el dolor, todo lo llevas por dentro. Tus recuerdos van lejos, más allá de lo permitido por una tenue conciencia que intenta mantenerlos a raya. Ninguno con la fuerza necesaria para imponer su identidad, alguna historia alrededor de la cual aparentar continuidad o resguardo. Te atienes a lo que tus papeles de identidad dicen. Eres venezolano, pero firmaste en una Notaría en las afueras de Málaga tu solicitud de nacionalidad al ser descendiente de sefardíes expulsados de España en 1492. Veintidós generaciones te condujeron al apellido Marmolejo, habitantes de Sevilla en aquel año fatídico cinco siglos atrás. Y mientras esperas la resolución, te aventuras a pensar cuál es tu verdadera historia o si es posible encontrar alguna certeza en los cerros de carpetas que mantienen ocupado a un funcionario del Ministerio de Justicia en Madrid. No esperes encontrar en esa identidad de papel alguna ciudadanía firme sobre la cual puedas descansar. Sólo en Misa logras hacerlo, si te concentras, si prestas atención.


Slavko Zupcic

Del cocuy pecayero y otros buenos licores (necrológica)

Nerea se fue. También lo hicieron Gustavo, Víctor y más de la mitad de los muchachos que adornaban aquella foto dulce y espantosa a partir de la cual casi todas las personas del mundo se convirtieron en médicos cirujanos. Uno de ellos, Óscar, ahora es pastor evangélico. Otros dos se hicieron ministros y dejaron de pasar consulta. Todos cambiamos, igual que las carreteras, los supermercados y las farmacias que ahora también venden Coca-Cola. Pero el verdadero cambio comenzó hace tres años cuando los amigos comenzaron a morir. Policarpo fue el primero. No en balde el hecho de que no se supiera su edad lo convertía en el mayor de los amigos. Con él dejó de existir Morón, que alguien podría decir que no es un problema mayúsculo, pero también la carretera Valencia-Puerto Cabello y el Volkswagen rejuvenecido aunque con el eje mal soldado en que la recorríamos. Se perdieron las empanadas de El Palito: se fue la carne mechada y desde entonces mi corazón sigue oliendo a fritangas pero ahora rellenas de lágrimas y mocos, incomibles. Murió también Orlando. Faltó se puede decir y, a partir de su ausencia, ¿quién se atreve a llegar a Curimagua con quince cervezas entre pecho y espalda y pedirle al primo que traiga cocuy pecayero? Ya no habrá cocuy ni cervezas ni Curimagua ni libro bueno ni dulzura ni honestidad sin Orlando. Tampoco habrá la picaresca de Henry que también faltó. Aprovechaba las elecciones estudiantiles para renovar su ajuar con dinero universitario pero era gentil y me recordaba tirando unas piedras que nunca conocí en el Arco de Bárbula, aferrado a una molotov que nunca vi. Con él, no solo se fueron sus trampas, sus pactos inverosímiles de última hora, se fue también la única persona que pensaba que yo podía encapucharme y fomentar un disturbio. El país cambió. Murieron también María Luisa y Reynaldo. Ella estuvo casada alguna vez con Policarpo pero en verdad era una sirena que se presentaba como periodista. A partir de su muerte, ya no existen los periódicos en que trabajó. De hecho un presidente prohibió años antes su circulación. No es de extrañar, sabía que ella iba a morir. Por eso seguro lo hizo.  ¿Y lo de Reynaldo qué? Como se hace ahora, publicaron su foto pidiendo dinero y le dijeron al mundo que ya no controlaba esfínteres. Nadie pensó en su narcisismo, quizá él tampoco, quizá ya no lo tenía, quizá el país se lo había curado como seguro también pasó con la dislipemia. Con él dejó de existir Mérida y para mí la fiesta que era la bienal. A Venezuela le quitaron el páramo y algún paseo con él y Peter, uno de los ministros. Lo que hay que ver. Todo cambiado, todo muerto. Incluso murió José Carlos de Nobrega. Alguna vez yo le cambié el nombre a Valencia pero él se lo cambió nuevamente y Valencia pasó de ser la de Venezuela, que decía Pocaterra, a ser la de San Desiderio, como propuse yo, para ser finalmente Valencia la de Simeón el Estilita. Igual todas esas ciudades desaparecieron junto a tus riñones podridos, José Carlos. Eso también cambió. Cambió todo y, sin amigos, a veces no hay razones ni siquiera para abrir la puerta y salir, tampoco para volver.


Sonia Chocrón

La pantaleta negra

Me ocurre continuamente que ya no está la familia completa para almuerzos y abrazos, que ya no hay todos los vuelos, ni mis librerías de cabecera, que me faltan amigos y tertulias en casa, y que tengo menos certezas. Echo en falta la mitad de todo.

Trato de no pensarlo porque mi melancolía es muy solícita y siempre está presta en su trampolín.

Pero a veces me asaltan los detalles. En ellos encuentro retratadas todas las metamorfosis. Las más inofensivas y las más apremiantes.

Me pasó no hace tanto cuando vi en tv a un político, militante de un partido opositor, diputado para entonces, que intentó entrar a la fuerza al Consejo Nacional Electoral, y entre empujones y manotazos, policía, detractores, partidarios, guardias y mirones —todo junto como un garabato—, terminó desplomado como un gran costal de papas en una acera, con el culo al aire. Que en realidad fue más bien con su pantaletica negra al aire.

Y, entonces, ese accidente casi ridículo se me hace un banderazo de cómo han cambiado los tiempos desde los discursos bien vestidos y planchados en el antiguo Congreso de la República. Y recuerdo un poco la elegancia en el vestir y en el hablar de los políticos cuando yo era apenas una estudiante de Comunicación Social y salía a entrevistar personajes para mis asignaturas de Periodismo, y añoro a mi papá tan compuesto y confiado con su impecable guayabera blanca para ir a votar cuando nos fiábamos del sistema electoral, de sus representantes, los partidos, de muchos políticos, y hasta de la guardia nacional.

Esas pequeñas ¿o grandes cosas? que se esfumaron. ¡Cuánto cambia un “por ahora”!

De Venezuela va quedando apenas la pantomima sin pudor, el exceso de tejido adiposo, y una ordinaria y estranguladora lycra negra.


Susana Rafalli

Menos vocal. Sin este cuarto de siglo en Venezuela yo sería menos vocal. El hambre seguiría siendo un afán, pero no hubiese tenido que decirlo. La negación, el disimulo sobre el daño que nos han hecho, me puso en esta urgencia de decirlo. Frente a las emergencias humanitarias a las que yo he sido asignada, yo hubiese hecho igual, asistir, proteger, cobijar. Aquí no bastó con eso.

La pobreza del país duele siempre, pero ahora es una urgencia. La premura nos devora e igual sigue por inercia. Para tantos niños que pasaron con hambre por esta destrucción del país, el daño está hecho. Salvamos a tantos, pero no hemos podido detener que el daño siga. El país será pronto de ellos y no tendrán con qué abonarlo. Las posibilidades del país, en 20 años, serán del mismo tamaño de la primera niña desnutrida por la revolución bolivariana.

Este tiempo se cobró mi idealismo. Yo soy de la Teología de la Liberación. Transité hacia la adultez llorando a Romero, cantando a Silvio, leyendo a Trigo. En Venezuela, esa esencia la adulteraron. Se me desdibujó ese idealismo, tanto como el del humanitarismo de mi oficio. Quien me diría que la emergencia sería Venezuela, y que fuese aquí donde vería deslustrarse la disciplina humanitaria en la que me formé. La asistencia humanitaria en Venezuela se ha vuelto una industria en la que no sé seguir.

Pero nada duele más que la familia. Se nos han ido gran parte de mis sobrinos. Los he visto crecer por WhatsApp. Enterraron a su patria, a sus madres y a la mía, a distancia. Somos familias disgregadas de un país roto.

Ha sido un tiempo déspota, demoledor, corrompido, pero entre sus grietas nos seguimos encontrando con la memoria de lo que hemos sido como alimento para continuar.


Thamara Jiménez

Ni de lejos

No bien ciertos hombres habían logrado reunir tantos esclavos como animales en manadas, estaban echadas las bases del estado y del uso y abuso de poder; y no puede caber duda alguna de que el deseo de tener al pueblo entero como esclavos o animales, en el gobernante se hace tanto más fuerte cuantas más gentes constituyen el pueblo.

Elías Canetti. Masa y poder

Flashbacks del siglo XX y mis días de liceo y universidad, cursados en instituciones públicas, van y vienen a mi mente generando un sinfín de preguntas. Los programas educativos del bachillerato y los profesores se inclinaban en la defensa del Sistema. Y al salir de clases el bombardeo de ideas venía de la izquierda: panfletos, canciones, reuniones, eventos, protestas, películas, líderes estudiantiles y voceros de partidos perseguidos… PCV, JRC, Liga Socialista, MIR… En la universidad cambiaba la modalidad: estructura académica y profesorado, por una lógica peculiar de ese tiempo, todos eran de izquierda. Allí la gente de derecha era lapidada por sus ideas. Y como en la comedia ¿Dónde está el piloto?, la confusión reinaba en una estructura educativa enigmática.

Era totalmente predecible que generaciones amamantadas con el sueño de la Revolución insistieran buscando los caminos para encontrarla. Y eso es lo que creyeron muchos haber logrado al cierre del siglo pasado. Me recuerdo a mis 12 años devorando manuales impresos en China, en perfecto español, vendidos a puyas en el Centro de Caracas. Por mis ojos desfilaron Marx, Engels, Lenin y Mao, en pulcras y modestas ediciones. En mi mente calenturienta, se avivaba una sed adolescente, anhelante de lograr profundos cambios sociales. Las ideas de igualdad y justicia brillaban lo bastante como para atraer a la mayor parte de mi generación.

Pero las cuentas, de entonces y las de ahora, no se ajustan a tantas promesas vehementemente ofrecidas. ¿Dónde están las libertades de vida digna, trabajo, salud, alimentación, calidad ambiental, educación, identificación, pensamiento, desplazamiento y un larguísimo etcétera de derechos, hoy más invisibles y vulnerables que antes?

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