OPINIÓN

Una mirada a la poesía de Paz Castillo

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

De Paz Castillo diría otra figura monumental de la poesía venezolana del siglo XX, Eugenio Montejo, que «un arte de vida y un arte de poesía se conjugan en él con una cabalidad venturosa». Formó parte de la Generación del 18, junto a poetas de la talla de Andrés Eloy Blanco, José Antonio Ramos Sucre, Luis Enrique Mármol y Enrique Planchart, entre otros. Por cierto que Planchart escribiría sobre la lírica de Paz Castillo algo que podríamos rescatar como epitafio de no pocos poetas: «El eco de tus versos, melancólico, me construye el jardín, la casa, el cielo».

Este tan entrañable como universal caraqueño nació en 1893, con lo cual vivió la convulsa primera mitad del siglo XX venezolano. Toda aquella represión política de inicios del milenio supuso un desasosiego del alma que se decantaba poéticamente. La Generación del 18 irrumpió con devastadora universalidad en el domesticado solar nacional abandonando, de una parte, la tradición romántica y asumiendo, de otra y subversivamente, una perspectiva modernizadora de la lírica venezolana.

¿Qué lugar ocupa Paz Castillo en aquella fragosa generación? Junto a Ramos Sucre, el de la contemplación, solo que no bajo el mismo signo de cribada soledad que el poeta cumanés. Paz Castillo dejará entrever en La voz de los cuatro vientos (1931) una mirada contemplativa de aquellos años en que el cesarismo vació el país de contenido y sentido. Un poema como Perdido da cuenta de ello en un modo dramáticamente actual:

He caminado tanto

que ya no puedo distinguir mis huellas.

He perdido el camino tantas veces

y tantas he aprendido nuevas sendas

que desconozco el punto en que me hallo.

Sigue Signo (1937), el libro con el que —en mi opinión— se cierra el período que denomino contemplativo. Este contiene ya indicios de la mirada metafísica y trascendental que abundará en su tercera época, de la que hablaremos luego. Esta óptica trascendente, no obstante, aún acusa los límites que impone el aquilatamiento de los sinsabores terrenos, como podremos constatar al final del poema que da nombre a la obra:

Y Dios, excelsa plenitud radiante,

perdido entre las formas por Él creadas,

no crece más en la conciencia extática

del hombre ya perfecto.

Podría decirse que Paz Castillo está listo para el largo paréntesis de veintitrés años en el servicio diplomático. Al exilio interior impuesto ha de seguir el exilio exterior voluntario, en el que habrá de ser testigo excepcional del horror, primero en la Guerra Civil española y luego, durante la II Guerra Mundial, en los bombardeos de Londres. De esta experiencia surgirá el que será su libro más duro: Entre sombras y luces (1945), y que se constituye en evidencia literaria de su segundo período: el existencialista. Paz Castillo se cuestiona la existencia, pero no en el marco del absurdo sartriano y camusiano, sino próximo al existencialismo de Marcel y Maritain, y lo hace sin desmérito alguno al lado de sus colegas literatos europeos.

Me parece, sin embargo, que es en esta obra donde Paz Castillo tiene la primera intuición del que se considera uno —sino el que más— de sus poemas mejor logrados: El muro. En Hacia el alba, hallamos una temprana visión metafísica del asunto:

Una pared de sombras se levanta hasta el cielo,

el impávido cielo

por donde cruza el frío de la muerte;

impasible muralla

que espera el momento de saltar en pedazos,

de romperse en estrellas,

de sepultar a los hombres

en tremendas cenizas de astros.

Una vez retirado del servicio exterior, surgirá con vertical presencia su tercer período, el metafísico. Si bien asistimos a una poética con destellos místicos, todavía me resisto a decantarme por dicha calificación para su obra final. En títulos como Enigma del cuerpo y el espíritu (1956) —que inaugura esta etapa—, El otro lado del tiempo (1971), Pautas (1973) y Persistencias (1975), topamos con una fina meditación sobre la condición metafísica del hombre que, a ratos, tiene picos de elevación espiritual. A este lapso corresponde su poema más celebrado, El muro, cuya importancia nos obliga a dedicarle nuestro próximo ensayo.

Ya en Persistencias pareciera atenuarse la ansiedad mística que, como un fulgor, brotaba en El otro lado del tiempo. Es difícil saber si lo metafísico se impone sobre lo ascético o si esto último se sublima tras la mascarada metafórica. En su poema Lo busco, palpita esta incertidumbre:

¿Soy su sombra

o mi sombra?

Tal vez

lo nombre Dios:

Mi Dios es eso.

En todo caso, Paz Castillo se inscribe en un periplo de la poesía venezolana tan interesante como complejo, que podríamos concebir en tanto que consecuencia de una poética metafísica. Comparto el parecer de Rafael Arráiz Lucca respecto de que aquella tiene inicio en el Canto al Niágara (1879), de Pérez Bonalde. A mi juicio, esta vertiente prosigue su andadura tímidamente en la Silva criolla (1901), de Lazo Martí, y toma robustez primero en Paz Castillo y más tarde en Pérez Só, Montejo y Cadenas, hasta el despuntar de nuevo de las inquietudes espirituales —atizadas por Paz Castillo— en Armado Rojas Guardia y Patricia Guzmán, nómina esta que no pretende ser exhaustiva.

Las reverberaciones de Paz Castillo dan cuenta del pasado y del futuro —valga recordar que en su obra no hay reconocimiento del presente—, del quehacer poético del que fue heredero tanto como del que dejó en herencia. Esta refracción tiene mucho que decirnos a quienes habitamos otro tiempo, paralelo y similar al que vivió nuestro gran poeta, caraqueño por nacimiento, pero universal por su angustia metafísica. Quizá nos ayuden a no olvidar el fundamento de su poética estos versos del poema Palabras:

Una palabra bella,

solo la intacta intimidad de una palabra bella,

me bastaría para la vida.

 

jeronimo-alayon.com.ve