Los buenos maestros, los buenos libros, los buenos métodos, la buena dirección de la enseñanza son necesariamente la obra de una cultura intelectual muy adelantada.
Andrés Bello
Tanto el título de este artículo como su epígrafe han sido extraídos de la disertación pronunciada por don Andrés Bello el 17 de septiembre de 1843 en la instalación de la Universidad de Chile. Mucho se ha dicho sobre aquel discurso; pero poco se ha reparado en sus últimos párrafos, quizás porque se ha prestado demasiada atención al Bello académico, político y jurista. En el colofón de su intervención, el Cisne del Anauco parte de una sentencia de Goethe para delinear lo que, a su juicio, ha de ser el alma de la universidad: «Es preciso, decía Goethe, que el arte sea la regla de la imaginación y la transforme en poesía»; y, unas líneas más abajo, sentenciará con severidad: «Yo no encuentro el arte en los preceptos estériles de la escuela».
«Que el arte sea la regla de la imaginación». Esta sola frase daría para escribir un tratado, pero, ¿qué significa? Bello se adelanta a posibles descalificaciones y afirma: «Esta es mi fe literaria: libertad en todo»; por tanto, el arte en cuanto que regla es la libertad en sí misma; y esta libertad la fija Bello en un punto equitativamente opuesto a «la docilidad servil que lo recibe todo sin examen» y a «la desarreglada licencia que se rebela contra la autoridad de la razón y contra los más nobles y puros instintos del corazón humano». Se trata de una libertad —diríamos en términos aristotélicos— virtuosa.
Ahora bien, el arte libre ha de dirigir a la imaginación. ¿No tendría que ser al revés? Si nos quedaba alguna duda, Bello se encargará de disiparla: «Creo que hay un arte que guía a la imaginación». Bello, como digno hijo de la Ilustración, será un convencido de que solo el «genio competentemente preparado» podrá alcanzar las relaciones intangibles de la «belleza ideal», en las cuales se funda el arte libre; por consiguiente, si este se halla cimentado en la belleza ideal, esta última es la que guía a la imaginación, y lo hace por medio de un acto de voluntad estética y libérrima. Tal planteamiento de Bello, ciertamente, roza la dimensión mística.
Bello no habla solo de imaginación, sino de fantasía. En una primera y descuidada lectura, esto se nos pasaría por alto, pero no luego de recordar el capítulo XIII de la Biographia literaria (1817) de Samuel Taylor Coleridge, que es muy probable que Bello leyera durante su estancia en Londres.
Para Coleridge la imaginación es el poder esemplástico, capaz de moldear en unidad, y puede ser primaria o secundaria. La imaginación primaria es continuidad de la creación divina en la facultad de la razón y motor de toda percepción humana; la secundaria, un eco estético de la primera que disuelve y recrea los productos de aquella por medio de la facultad de la voluntad; por su parte, la fantasía, se afinca en la facultad de la memoria y es un collage de productos ya hechos que la voluntad une por asociación; se parece a la imaginación secundaria, pero sin la recreación. Se podrán echar de ver los evidentes paralelismos entre el enfoque de Bello y el de Coleridge, notablemente neoplatónicos.
Ahora bien, este arte que regula a la imaginación, según Goethe, lo hace en la perspectiva de transformar la imaginación en poesía. Bello otorga a las letras la posibilidad de ejercitar la imaginación y elevar el carácter moral: son «el mejor preparativo para la hora de la desgracia». No se le pasa por alto al Maestro de América que buena parte de la más destacada literatura ha sido confeccionada en medio de tribulaciones, con lo cual —podría entenderse así— la imaginación deviene en poesía en la medida en que se descubre a sí misma sumida en el fárrago de la adversidad; en ello estriba su sentido.
Para Bello, en cuanto que corporación literaria, la Universidad es por antonomasia «un instrumento a propósito para la propagación de las luces», que favorece «a la ilustración y a la humanidad», de modo que la razón suficiente del arte que guía a la imaginación devenida en poesía no es otra que la de la configuración ontológica y epistemológica del saber humano. Quizá por ello el pintor español Antoni Tapies diría que «el arte es la filosofía que refleja un pensamiento». No es casual que Tapies redimensionara el sentido de su vida luego de que la tuberculosis lo pusiera al borde de la muerte, y de que en su convalecencia alternara los delirios febriles con el estudio de Wagner, Kafka, Ibsen, Thomas Mann y Nietzsche, todo lo cual vino a dar un fundamento esencial y conceptual a su obra.
Antes de concluir no podemos, sin embargo, pasar por alto la dura advertencia bellista acerca de la falta de arte en la escuela preceptista. La nuestra, si bien lejana ya de aquella docencia —normativa en exceso— de los siglos XVIII al XIX, sigue siendo una escuela en la que se cercenan el arte libre y sus expresiones. La máxima bellista de «libertad en todo» respecto del arte brilla por su ausencia en nuestra contemporánea dinámica escolar. No pocas veces importa más cumplir con los parámetros de una asignación que hacerla dando rienda suelta a la imaginación y la fantasía. Nuestra escuela —podría decirse sin exagerar— es el primer patíbulo de la libertad ciudadana. ¿Debería extrañarnos, entonces, que pulule tanto liberticida con título y rango haciendo de la nuestra una civilización minusválida?