En su obra Pregunta por la cosa, Martin Heidegger afirma que «el enunciado es el sitio y la sede de la verdad». Llama la atención la distinción entre sitio y sede, superficial en apariencia por la subsunción de esta en aquel, pero la mención de ambas supone algo entrelíneas.

Quizás el uso de la conjunción copulativa «y» pudiera tener un valor más bien disyuntivo, es decir, sitio o sede, con lo cual se podría inferir que el enunciado, en cuanto lugar de la verdad, no siempre sea también su trono.

De una parte, está el hecho evidente de que no siempre el lenguaje entroniza lo verdadero, aunque sea su locus natural o, al menos, naturalmente esperado, pues también es —y con suma frecuencia— domicilio de lo falso. De otra parte, está la evidencia de que todo enunciado supone una promesa de autenticidad que hace plausible la verdad en él, dado que —como se sabe— el edificio de las relaciones humanas se levanta sobre los cimientos de lo auténtico. La falsedad jamás podrá constituirse en alimento de un vínculo sano.

Se parte de una presunción de honestidad cuando se emplea el lenguaje. Si alguien dice que le gusta ese momento brevísimo del alba en el que cantan al unísono las aves recién despertadas, no habría por qué dudar del aserto, pues se supone que un enunciado declarativo debería ser verdadero. Es una verdad absoluta que el declarante guste de ese mínimo instante del amanecer. Luego vendrán los matices, y habrá quien maquille su razonamiento hasta conseguir invertirlo. Están, se sabe, los encantadores de serpientes y toda clase de embaucadores verbales.

Ese era precisamente el encanto de la Edad Media. No era que no hubiera estafas a la palabra empeñada, pero existía un elevado sentido del honor que estaba amarrado a aquella y hacía de ella esclarecido trono de la verdad. Si Heidegger hubiese sido un filósofo medieval, habría omitido en su frase el término sitio. Para aquel caballero del Medioevo que juraba proteger con su vida la de sus compañeros de armas, la palabra era sede de la verdad.

Después de Maquiavelo, no obstante, «las palabras han de servir para ocultar los hechos», y en el afán de hacerlo no pocas veces se alían con la mentira. A fin de cuentas, no quedaba mucho que hacer después de que el autor de El príncipe sentenciara que la apariencia era el bien público por excelencia. Pasarían tres siglos antes de que llegara el idealismo alemán rescatando la muy tempranamente exiliada Fraternité del lema revolucionario francés, y el sueño programático de una «universal libertad e igualdad de los espíritus», que Hölderlin, en su Hiperión o el eremita en Grecia llamó la «armonía de los espíritus […] principio de una nueva historia del mundo».

Aquellos idealistas estaban convencidos de que la piedra angular de semejante fraternidad no era otra que la belleza, aquella y solo aquella que podía abrir «el cielo de la perfección […] ante el amor anhelante». La belleza en tanto que expresión de bondad y verdad era para aquellos tempranos románticos el crisol donde la fraternidad de los espíritus haría posible la obra más ambiciosa de la humanidad: garantizar la igualdad y la justicia. Por un momento la premisa maquiavélica había sido eclipsada y la palabra era sede de la verdad, pero pronto llegaría el Sturm und Drang a su ocaso y con él el malestar social ante «el género humano, infinitamente descompuesto» del que Hölderlin se había resentido, si bien el romanticismo trataría de mantener el parentesco entre palabra, belleza y verdad subjetiva.

No pasarían dos siglos antes de que otro desencanto se instalara en el seno de la cultura occidental, pero esta vez la desilusión enristraría sus lanzas contra el fracaso de la modernidad, sin que se supiera a ciencia cierta qué alcances tenía eso que se dio en llamar posmodernidad. En todo caso, esta y su creencia bourdieusiana de la palabra como demiurgo del pensamiento y la realidad nos acercaron al perspectivismo, a la verdad en tanto que contingencia postural. Solo sería cuestión de tiempo para que llegásemos al imperio de la posverdad.

Pese a todo, aún queda un sitio que sigue siendo, paradójicamente, sede de la verdad: el mito. Pareciera que ya no forma parte de las narrativas sociales contemporáneas, pero allí está. Es curioso cómo el statu quo de nuestras sociedades secularizadas ha desterrado los arquetipos religiosos, pero estos se han camuflado en una suerte de épica en la que el bien y el mal, lo sagrado y lo profano, lo místico y lo vulgar pugnan por un mundo mejor.

Sin importar si se apellida Schwarzenegger o si lo apodan La Roca, Hércules sigue luchando contra los monstruos telúricos en pro del orden, eso por no hablar de Superman y sus afines. En el mito hay verdad porque es honesto su deseo de decirnos que otra realidad es posible. Quizás sea conveniente recordar a aquel célebre desencantado que fue Camus cuando advertía que los mitos son más poderosos que la realidad, y a los idealistas alemanes cuando aseguraban que «la filosofía tiene que hacerse mitológica para hacer sensibles a los filósofos».

@JeronimoAlayon


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