Arrodíllate aquí, busca aquí, con las dos manos, las cunas de tu diminuto dolor.
Salmo 16, Leonard Cohen.
En The Scarlet Letter (1850), de Nathaniel Hawthorne, cuando Hester Prynne se topa con el reverendo Arthur Dimmesdale saliendo del bosque, el narrador utiliza una expresión que desde siempre me ha llamado la atención: «El alma se vio reflejada en el espejo del momento presente». A mi juicio, es el capítulo más importante y profundo de toda la novela, en el que ambos abren sus corazones tras siete años de distanciamiento y dolor.
Para los que no están familiarizados con la trama de la novela, The Scarlet Letter narra la historia de Hester Prynne, acusada de adulterio en la Nueva Inglaterra del s. XVII y condenada a llevar sobre su pecho una letra A (de adúltera) en color escarlata. Durante siete años ella oculta la identidad del padre de la niña (Pearl), quien no es otro que el reverendo Dimmesdale cuya salud ha consumido la culpa.
En algún momento de la conversación, y después de la frase que hemos citado arriba, Dimmesdale le dice a Hester: «¡No puedes imaginarte el alivio que es para mí, luego de siete años de mentira, mirar unos ojos que saben lo que soy!».
Estas dos frases, aparentemente inconexas, tienen mucho de relación entre sí, y es eso que en Hacia un saber María Zambrano llamó «saber del alma», aquel en el que la experiencia se nos da no en el marco de una conciencia inmediatista, sino haciéndose vida. Así pues, la realidad viene a ser espejo del alma o, dicho de otro modo, el alma puede dar cuenta de sí contemplando su reflejo en el mundo.
En la novela de Hawthorne, quizás parezca inverosímil que la pareja protagonista, habiendo sido íntimos y teniendo una hija en común, hubieran demorado siete años aquella conversación. El autor, sin embargo, quiere llamar nuestra atención sobre el hecho de que esta mirada contemplativa es absolutamente voluntaria y su pertinencia temporal depende de ello. El alma solo puede saber de sí misma si hay voluntad de conocimiento, y a veces la mirada sobre el órgano reflector que es el mundo exige cierto coraje de nuestra parte.
Cuando Dimmesdale se contempla a sí mismo en los ojos de Hester, estos le devuelven el más auténtico reflejo de sí. No había en el mundo otros ojos donde el reverendo pudiera mirarse con mayor veracidad porque era ella la única que conocía su verdad. Hester era, precisamente, ese «espejo del momento presente» en el que el alma de Arthur se estaba reflejando. El alivio que el reverendo experimenta no es otro que el ansia de verdad saciada y el reconocimiento de la otredad en toda su autenticidad.
El tema de la verdad es crucial en este capítulo titulado El pastor y su feligresa. El reverendo, pese a su condición religiosa, padece un déficit de verdad: «Aunque solo fuera un mínimo de verdad, podría salvarme». Por su parte, Hester vive un derroche de aquella: «La verdad era la única virtud a la que podía aferrarme y a la que me aferré en todas las circunstancias extremas». Este diseño ontológico de los personajes que hace el autor es muy acertado, pues no de otro modo Arthur podría contemplarse como verdadero en Hester.
Lo que Hawthorne plantea no es poca cosa. Cuando ambos se encuentran a la orilla del bosque, Arthur le pregunta a Hester: «¿Eres tú? ¿Tú misma, viva?», y ella responde: «Y tú, Arthur Dimmesdale, ¿vives todavía?». Extraño modo de saludarse ante la evidencia corpórea de ambos…, pero que deja ver claramente que se interrogan por la vida más que por la existencia, es decir, por el sentido de aquella. Para mí ello queda corroborado en el hecho de que ambos, según el narrador, «cuando encontraron su voz, pudieron hablar», esto es, se encontraron en y con la hondura de sus respectivos seres.
¿Tenemos, acaso, esta fortuna, la de encontrarnos en unos ojos que nos reflejen la más pulcra verdad de lo que somos? Quienes me conocen saben que llevo años desarrollando el idealismo simbólico, en el que se concibe el mundo como construcción simbólica que es, a su vez, órgano reflector de la belleza que habita en nuestra eternidad interior. Y, sin embargo, quizás me resta todavía hacer este énfasis del reflejo en otra humanidad. Cuando suelo decir que nunca avistaremos en el mundo otra belleza más alta que la que nos habite, estoy hablando de avistarla en otra humanidad que refleje mi alma.
Saber que podemos dar cuenta de nuestra alma por su reflejo en otra alma quizás sea el modo más alto al que cualquier tipo de idealismo pueda aspirar. Los románticos fueron extraordinarios al concebir en sus obras este carácter reflexivo del paisaje, pero… ¿no es tiempo de mirar al espejo que habita en otra humanidad? Y si el sentido más alto del idealismo simbólico es restaurar la belleza en el seno del mundo como azogue de dicho órgano reflector, ¿cuánto más elevado no será restaurarla en el seno de otra alma?
Desde hace un tiempo he decidido vivir conforme a esta directriz teórica que yo mismo me he procurado como sentido de mi vida y existencia, la de restaurar en otras humanidades la belleza que un día nos habitó cuando éramos luz sin lágrimas de oscuridad, en la infancia de nuestra bondad, antes de que la esclerosis de la experiencia endureciera los vasos comunicantes de nuestra primigenia ternura. Esto también es para mí la poesía: sembrar cuando los huertos han abdicado y creer que sí es posible mantener la lozanía del corazón como belleza y perfección de la razón.
Hacia el final del capítulo, Hester, que es símbolo precisamente de la razón embellecida por el corazón, le recuerda a Dimmesdale que «lo que hicimos tenía su propia consagración», aludiendo al amor que un día los unió y en el cual concibieron a Pearl. No es casual el uso de este término, consagrar. La razón alcanza su mayor esplendor de belleza cuando consagra, cuando el vínculo racional entre dos almas se hace sagrado por vía del sentimiento, cuando se aleja de lo reptil y se eleva a lo sublime el διάλογος (diálogos) entre dos almas, cuando el λόγος (logos, ‘la razón de ser’) que une a dos almas y les permite reconocerse en su reflejo alcanza en el πάθος (pathos) la dignidad de lo sagrado, entendido como tal aquello que se eleva sobre la profanidad.
En la imprecación final y desesperada de Hester está la clave: «¡Haz algo! ¡Haz lo que sea, excepto dejarte morir!». Y aquí el morir no nos remite al fin de la existencia en tanto que hecho biológico, sino de la vida en cuanto sentido de la misma. Yo creo firmemente en que el sentido de la vida está en los otros, en el vínculo con la otredad a partir de la razón sublimada por el sentimiento. Y creo que la razón nunca será más honesta que cuando esté penetrada por el corazón. Dimmesdale, lamentablemente, no atendió al ruego de Hester y murió en sus brazos. ¿Nos dejaremos morir en los brazos de quienes nos aman solo porque elijamos oír más al dolor que al amor?