Somos luego de haber sido; y esperamos ser. Es lo que podemos decir los humanos en nuestro peregrinar por el tiempo. Cargamos un pasado claroscuro, nos ocupa una tarea ineludible y enfrentamos un quehacer desafiante. Inscritos en un árbol genealógico. Esa es nuestra condición histórica.
Tentación frecuente es la de creernos generación espontánea o abstraernos de lo pretérito. Y contra un genuino realismo, querer reescribir la historia y crear -en sentido estricto, es decir, “a partir de la nada”- un porvenir, en vez de, con humildad – que es fundamentalmente actitud realista- asumir lo recibido y edificar con este material el futuro deseable.
Nuestra historia patria es fecunda en pretensiones inútiles, reflejadas en lemas revolucionarios altisonantes exaltando novedades y “olvido de lo pasado” como por allá en 1858 con Julián Castro.
Resulta muy significativo el hecho de que los evangelistas, al inventariar antepasados de Jesús, dibujan “genealogías” que no expurgan personas de baja calificación moral y religiosa, nada cónsonas con la dignidad de Jesús. Mateo justo al comienzo (1, 1-17) y Lucas un poco después (3, 23-38) no podaron el árbol genealógico del Señor, sino que integraron allí hombres y mujeres como la adúltera Betsabé y el idólatra Acaz.
Depurar la historia e intentar inaugurarla a la propia imagen y semejanza ha sido lamentablemente repetitivo. Bolívar no escapó a esta ilusión al anatematizar el pasado colonial, que llevaba en sus venas y cortar fantasiosamente el hilo de la propia biografía; y quienes asumieron las riendas de la Venezuela republicana cultivaron una política maniquea de discontinuidad histórica y fractura nacional. Ángel Viso en su libro Identidad y ruptura (1982) hace aguda memoria de este doloroso drama. Y el país no ha entrado todavía en un nuevo siglo y un nuevo milenio, por, entre otras cosas, la intención oficial de imponer un plan de la patria que intenta cancelar nuestro pasado, desconociendo valores sembrados así como tiempos de logros democráticos y desarrollo apreciable.
Consecuencia de una tal discontinuidad histórica ha sido la fragilidad, cuando no quiebre, de instituciones fundamentales como las de justicia y educación; podría agregarse también el menosprecio de factores básicos en el ámbito ético-religioso. Ejemplos patentes son la discontinuidad de lo relativo al Desarrollo (revolución) de la Inteligencia a mediados de los ochenta y, más recientemente, al Programa Educación Religiosa Escolar.
Reflejo y consecuencia de esa actitud antihistórica es la marginación de símbolos (personas y acontecimientos) expresivos y animadores en los varios campos (económico, político y ético-cultural) de la vida nacional. Ha habido, en especial en estos ultimísimos tiempos, un reduccionismo empobrecedor al respecto. El derribo de la estatua de Colón justo al comienzo del actual régimen y el “ajusticiamiento” sistemático de Páez han sido bastante expresivos de una poda absurda en la genealogía nacional.
Somos herederos de héroes y de villanos. La depuración del árbol genealógico nacional equivale a un suicidio colectivo. Muertos no haremos historia.
El Episcopado nacional ha puesto sobre el tapete el tema de la urgente refundación del país. Pues bien, ésta no consiste en una re-creación, sino en retomar nuestras mejores raíces para dinamizar la marcha del país hacia una convivencia libre, solidaria, productiva, cívica, pacífica, de apreciable calidad espiritual de vida.
La refundación ha de re-asumir y desarrollar ulteriormente, en el nuevo y plural marco planetario, nuestra identidad occidental y cristiana, nuestra fraternidad continental, nuestros logros humanistas y democráticos, nuestra condición de sociedad tropical y caribeña abierta racial y culturalmente.
Una refundación reclama reconocer, con sinceridad y autenticidad, quiénes hemos sido, y plantearnos, con lucidez y coraje, quiénes hemos de ser. Conscientes y agradecidos con nuestro árbol genealógico y, sobre todo, retomando lo mejor de nosotros mismos hacia el futuro obligante deseable.
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