Por Antonio Pou (*)
“Yo pienso así porque tengo estos padres, pero si hubiera nacido en una casa rica sería diferente y pensaría otras cosas. Si hubiera nacido en un pueblecito africano de padres muy pobres, o si hubiera nacido niña en China, yo sería aún mucho más diferente. Si tuviéramos la ocasión de encontrarnos los cuatro no nos reconoceríamos, a pesar de ser todos el mismo. Pero habría una parte de nosotros en común. Esa parte es la que realmente soy “yo”, lo demás es lo que las circunstancias me han hecho”.
Esas frases no las ha pronunciado un filósofo reflexionando sobre la naturaleza de la existencia. Son frases pensadas hace muchos años por un niño de unos siete años, al que creo conocer bastante bien porque llevaba mí mismo nombre y apellidos. Por supuesto, las frases no se las dije a mis padres ni tampoco a nadie más. Era un pensamiento que no hubiera sido comprendido fácilmente en aquel entorno. Posiblemente lo habrían calificado de solemne tontería, o incluso podría haber despertado admiración, pero supuse entonces que nadie podría aclararme más el asunto, así que me lo callé.
Al llegar a la adolescencia perdí el rastro de ese pensamiento y mi mente fue atrapada por las hormonas, por los estudios, por el trabajo y por la vida familiar. Veintiséis años más tarde la vida me recordó, muy bruscamente, que debía repensarme mi existencia si quería seguir visitando este planeta. La repasé poco a poco y recordé ese pensamiento de infancia que en su momento me había abierto un camino mental al que después dejé languidecer y finalmente olvidé. Desde entonces no lo he olvidado, y está siendo un eje de reflexión en el entorno de mi mente que ahora, cuando estoy bordeando los ochenta, comparto por escrito por primera vez.
Los pensamientos complejos no son privativos de los adultos. Ahora hay muchos estudios analizando actitudes y expresiones infantiles, llegando a la conclusión obvia de que desde muy pequeños ya hacemos un uso potente de las capacidades cerebrales. No son muchos los niños que expresen públicamente pensamientos tan complejos como los adultos, pero son muchos los padres, por no decir todos, que se sorprenden con lo que dicen sus hijos, especialmente cuando tienen entre los cinco y los siete años.
A esa edad, la mente infantil ya es capaz de procesar como la de un adulto. Lo que probablemente no tenga es la habilidad para expresarse, aunque hay bastantes excepciones, como la de alguien que conozco bien y sobre la que me comentaba una amiga: “Pero ¡cómo habla esta niña, por favor, pero sí parece un notario!”. En general, a esas edades todavía les queda mucho para poder dominar el lenguaje, expresión externa del pensamiento, pero este, como tal, ya funciona perfectamente desde mucho antes.
En realidad, todos los mamíferos piensan, y lo hacemos sin palabras. En los humanos lo potenciamos al codificarlo con el lenguaje, lo cual permite comunicarlo a los demás, pero eso es tan solo una pequeña parte de lo que se piensa. Por otra parte, el pensar con palabras es insufriblemente lento. Si tuviéramos que enfrentarnos a un peligro, analizando sesudamente la situación a base de razonamientos de la voz mental, considerando el territorio, las circunstancias, valorando opciones y la toma de decisiones, se nos comería el tigrecito.
Pese a su capacidad mental, a los niños de siete años les resulta difícil comprender el mundo de los mayores, que frecuentemente parece no encajar bien con los criterios que se traen de fábrica. Ven ese mundo complicado, agresivo y nunca saben cómo van a reaccionar los adultos.
Los pensamientos infantiles profundos normalmente forman parte de su mundo privado, porque tienen la experiencia de que, cuando los comparten con adultos, lo habitual es sentirse incomprendidos, ridiculizados, exageradamente ensalzados, o incluso agredidos con un coscorrón. Compartirlos con otros de su edad tampoco es fácil porque cada uno está a lo suyo y restaría tiempo a los juegos en común. Por eso, prefieren curarse en salud y reservarse los pensamientos complejos para ellos mismos. Sin embargo, cuando se encuentran en un entorno adecuado, en el que se sienten seguros, no dominado por los mayores, ante un mismo estímulo son muchos los que se expresan con libertad, moviéndose por un universo que los padres frecuentemente ni imaginan.
Por ejemplo, la sexualidad está presente desde muy temprana edad, muchísimo antes de que tenga ninguna manifestación fisiológica. Los niños y niñas tienen sueños y pensamientos eróticos que se guardan muy bien de contarlos a los adultos, porque son conscientes del rechazo con el que reciben ese tipo de cosas. El mundo mental de los pequeños contiene muchos elementos del mundo de los adultos, pero ellos carecen de un cuerpo desarrollado y un espacio temporal suficientemente amplio, en el que poder experimentar plenamente aquello que piensan.
Me sorprende mucho que la mayoría de los adultos no se reconozcan en los niños. La idea más extendida es que los niños nacen ignorantes, con el cerebro vacío, y que lo van llenando poco a poco a medida que crecen. Pero si se pararan un poco a revisar recuerdos de sus vivencias infantiles, muchos se darían cuenta de que han sido personas desde siempre, aunque entonces no tuvieran los conocimientos que tienen ahora de adultos.
La mayoría de las personas guardamos recuerdos bastante nítidos de algunos momentos de la infancia. Si uno cada día, quizá al irse a dormir, o en el momento de levantarse, acudiese a revivir en su imaginación cualquiera de esos recuerdos, volviendo varias veces sobre al mismo, es muy posible que ese recuerdo se ampliase a otros que ahora están durmiendo en su memoria. En ese ejercicio hay que tener un cuidado especial al repasar los archivos y ser muy honesto con uno mismo, porque con gran facilidad creamos memorias falsas. Repitiendo esa práctica a lo largo de meses, uno puede recorrer fragmentos coherentes de la infancia, verse como pensaba entonces y contrastar su pensamiento con el de ahora, constatando qué es lo que ha cambiado, qué permanece y qué abandonamos por el camino.
Supongo que cada uno de nosotros viene a este planeta con una especie de proyecto de viaje. Desde luego hay muchas personas que eso lo tienen claro y dedican su existencia a tratar de cumplimentar el programa. Obviamente no todo el mundo lo consigue, pero al repasar los recuerdos del pensamiento infantil, quizá localicen momentos clave en que tuvieron que abandonar el programa, enterrándolo en el olvido. Sin embargo, ahora, desde la perspectiva de adulto, se puede reexaminar la situación por si han cambiado las circunstancias, o se han adquirido nuevas herramientas con las que volver a ponerlo en marcha desde el punto en que fue abandonado.
Quizá todo esto que digo parezca absurdo o ridículo y, además, yo no sé hasta que punto es generalizable para todo el mundo. Lo que sí veo es a muchas personas mayores, con la mirada perdida, dando sensación de tener un gran despiste vital —independientemente de su posible deterioro físico-mental. Me pregunto si quizá hayan perdido su programa, el que, supongo, traían cuando vinieron al mundo. Aunque está claro que el reloj biológico no se detiene ni retrocede, yo tengo la sensación de que siempre quedará tiempo para rebuscar en los recuerdos infantiles ese “yo” que trasportaba el programa. Estoy convencido de que, cualquier esfuerzo por intentar reconocerlo y por poner algo de él en práctica, será recompensado mil veces.
Es posible que una de las razones por las que recordamos mal la infancia es porque fue una experiencia muy dura y dolorosa. Respecto a otros mamíferos nacemos muy frágiles, no estamos ni mínimamente en condiciones de movernos para buscar el alimento ni para valernos por nosotros mismos. Traemos una hipercomputadora en construcción dentro del cráneo. Si nos esperáramos a nacer para que estuviese más completa, se requeriría un cráneo mucho mayor y no cabríamos por el canal del parto, entonces adiós a nuestro proyecto de vida —y al de la persona que nos iba a sustentar.
Una vez aspiradas las primeras bocanadas de aire, fuera de la protección de la bio-cápsula materna, tras un periodo de incubación no exento de posibles dificultades, emprendemos un segundo periodo de riesgo extremo, durante el cual las probabilidades de no sobrevivir han sido tradicionalmente muy elevadas. A ese riesgo se le une el de la posibilidad de que la compleja maquinaria que construye nuestro cuerpo sea defectuosa, y nos veamos en la vía de descarte.
La actividad de esa maquinaria de construir el cuerpo y la mente, duele. Duelen los huesos, duelen los dientes, los oídos y mil asuntos más. A todo esto, las relaciones con los nativos-adultos son complicadas, Nunca estamos seguros de si eso es debido a que nuestros sistemas de comunicación aún no están completos, o a que el de muchos nativos-adultos no llegue a funcionar del todo bien. Además, no te queda otra que sonreír a todo aquel que se aproxime, ignorando en lo posible el miedo que muchos te producen, porque uno depende de esas gentes para sobrevivir, y hay que caerles bien.
El tiempo en la infancia se hace infinito y mientras tanto, se aprovecha cada instante de estar despierto para ensayar, para repetir una y otra vez movimientos y pensamientos, intentando automatizar los procedimientos para sujetar las cosas, para moverte, para analizar las situaciones, para pronunciar palabras y frases… A esa tarea dificultosa y compleja los nativos-adultos le llaman jugar. En su ignorancia, creen que es una forma de pasar el tiempo, de divertirte: “Pepita, deja de jugar y ponte el babero de una vez…”, pero Doña Josefa está activamente preparando su futuro.
Afortunadamente, la naturaleza intenta borrar constantemente el recuerdo del dolor y de la enorme incertidumbre. A ese proceso ayudan mucho las atenciones que te dispensan los adultos que, borrados los recuerdos de su infancia, creen que tú vives feliz en el simple universo de tus juegos. Mientras, tú te debates entre si llegar cuanto antes al difícil mundo de los adultos, del que ignoras casi todo, o no crecer y permanecer en la infancia…
Un problema, de los muchos que observas en el mundo de los adultos cuando eres niño, es que no respetan nuestra dignidad, ni tampoco la de los animales, a quienes tú percibes cercanos. Por ejemplo, a los mayores les encanta gastar “bromitas” como lanzarte por los aires, abusando de su superioridad física. A veces te hacen gracia, porque te están prestando atención, que es lo que pretendías, pero otras te sientes asustado, ultrajado e impotente. Entonces piensas que el día que seas mayor defenderás los derechos de los pequeños, pero para cuando lo eres, los buenos propósitos infantiles ya se te han borrado.
Cuando, ocasionalmente, se consigue mantener el recuerdo de algunas vivencias infantiles, no te ves tan diferente a ti de adulto. En realidad, cada niño no es otra cosa mas que una persona en desarrollo, alojada temporalmente en un cuerpo pequeño, pero su mente puede ser grande.
Al repasar el recorrido del desarrollo mental propio, desde la infancia a la niñez, visto desde la perspectiva y experiencia de adulto, se hace evidente la fuerte, e inevitable, interferencia del contexto sociocultural. Somos seres individuales y sociales a la vez, y el desarrollo de la persona tiene que hacerse simultáneamente en ambos ámbitos. El contexto sociocultural incide fuertemente sobre el nuevo ser que llega a este planeta, y a su vez, en una mínima proporción, el individuo también incidirá sobre el contexto sociocultural.
La relación contexto-sociocultural/individuo se supone que debería estar permanentemente optimizada para adecuarse a las circunstancias globales, a fin de que las personas puedan desarrollar al máximo sus potencialidades y así contribuir al desarrollo de la especie, un objetivo, de orden superior, que no necesariamente coincide con el sociocultural, tal como se puede comprobar examinando el curso de la historia.
El contexto sociocultural tiene entidad propia y está en permanente transformación, inducida por acontecimientos externos y por la tenue y desfasada influencia de algunos de los nuevos miembros, que suele notarse cuando ya han desaparecido del planeta. La adecuación del contexto a las cambiantes condiciones de la Tierra, y de las relaciones inter e intra culturales, es lenta, trabajosa, muy complicada y con facilidad pierde el rumbo, olvidando cuál es el objetivo de su existencia.
O yo estoy muy ciego, que puede ser, o la modalidad sociocultural actual me parece que ha perdido el rumbo y se ha salido de la vía. En principio, da la impresión de dirigirse hacia Marte, proporcionando entretenimiento a una minoría de humanos, a base de esclavizar al resto y de generar un número incontable de problemas.
Si alguna vez nos convencemos colectivamente de la necesidad de modificar el rumbo del contexto sociocultural, constataremos que el único procedimiento posible es intentar modificar a los individuos que lo integramos, lo cual parece una tarea imposible —y es probable que lo sea. De haber alguna posibilidad, ésta se localizaría en intentar modificar la intervención sociocultural en el individuo, comenzando por el momento más crítico para su desarrollo personal: el periodo de poda neuronal que comienza intensamente hacia los siete años.
La tarea sería extremadamente simple, es un asunto de sentido común, pero ese, como todo el mundo sabe, es el menos común de los sentidos. Sin embargo, espero que entre los lectores haya muchos que aún mantengan el sentido común activo. A ellos me dirijo, sugiriéndoles que echen un vistazo a mi siguiente artículo, en el que describo y exploro ese periodo, proporcionando algunas sugerencias básicas.
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