En Ser otra persona, un magistral relato de mi amiga Nerea Riesco, Silvia recibe una carta de su hermano Mario en la que le dice: «Todos nacemos con un número limitado de palabras y si las utilizás todas, te quedás mudo». Y en «Escuchar la naturaleza», publicado en El País en 2005, la escritora española dice de ella durante un viaje a una comarca rural de Sevilla: «Me mantuve en silencio escuchando cómo ella [la naturaleza] me acunaba». En ambos casos, la palabra y el silencio son los protagonistas, anverso y reverso del pensamiento.
Últimamente me he descubierto más silencioso que de costumbre. Quizás sea un hábito que se va vistiendo con la edad o es posible que el silencio sea la última patria del hombre que siempre habita entre pensamientos… En todo caso, el silencio nunca defrauda. Pocas cosas son tan verdaderas como el silencio: se puede mentir con palabras, pero nunca con el silencio.
Mi silencio, sin embargo, no es silente. Es un silencio donde murmuran mis voces de papel. No es de extrañar que me acompañen las voces de papel, allí donde ya no pueden las de carne y hueso. Vivo el exilio interior de quien habita entre libros y cavilaciones teóricas, a resguardo de una realidad preñada de dobleces verbales. Seguramente se me dirá que he debido aprender la papiroflexia discursiva, doblar la verdad hasta que su gemela falsa usurpe con honores su trono, pero no… Yo elijo el silencio. Hay más certeza en el silencio que en la verborrea de los embusteros.
Así pues, encuentro una simbiosis auténtica entre las voces de papel y la voz de la naturaleza. Nada quizás disfrute más que contemplar un paisaje y dejar que me susurre su eternidad verbal. Hace poco noté durante una puesta de Sol una arrebolada que cruzaba el cielo de este a oeste, y vino a mi memoria aquel hermoso verso de Juan Gelman en Otro mayo: «cuando pasabas con tu otoño a cuestas». Dos días después vi de lejos a una amiga en la universidad y en su rostro estaba el final de aquella estrofa de Gelman: «siempre / había un hombre solo entre los oros de la calle». Una hora más tarde, un mensaje de voz suyo me confirmó que, en efecto, ella era aquel día el poema de Gelman…
En mi silencio me he ido quedando con algunas voces vivas, esas que no desean hacer origami con la verdad, esas que se parecen al honesto cristal del vaso de mi mesita de noche —donde a veces cabe, holgado, el mundo y sus decepciones—. Pero son pocas… suficientes, diría yo. Junto a ellas están mis voces de papel. Saber por qué un texto nos elige en un momento determinado es difícil. Lo cierto es que mi vida ha estado bordada por silencios y palabras que emergen de ellos. Quizás por eso me he dedicado con afán a buscar mi palabra-síntesis, aquella en la que mi ser, existencia, racionalidad y discurso queden por fin condensados, aquella que una vez dicha no pueda ser pronunciada de nuevo.
Me ha tomado un tiempo entender que esa palabra-síntesis soy yo mismo, que ya estoy siendo enunciado y agotado a un mismo tiempo. Cada uno es un signo en el discurso y decurso del tiempo, un vocablo en la enunciación absoluta… Sin importar cuánto silencio nos habite, y sin menoscabo de nuestra propia soledad, estamos comprometidos en la sintaxis de algo mayor cuya magnitud ignoramos. Soy la palabra que me condensa en el texto de la eternidad. Un día mi voz no estará más, pero sí mi silencio. Me gustaría entonces que se me recuerde por él más que por mi voz, pues, a fin de cuentas, es lo más sagrado que hay en mí… el silencio.
Tengo la certeza de estar viajando hacia él, y me dejo habitar por él cada vez más. He aprendido que los hombres esenciales a menudo son silentes. No se entra en la esencialidad sino cruzando por el templo del sigilo. Allí ya no hacen falta muchas palabras, pues cada concepto o razón de ser está todo en la palabra que le condensa. Así pues, el amor está todo en la palabra amor y la libertad toda en la palabra libertad. Allí no hay sinonimia que haga falta…
Esta fue la maravilla que avizoré desde mi primera lectura en el relato de Nerea: Mario había estado allí, en el silencio donde habitan las palabras esenciales. Por eso la economía y el riesgo de perderlas si se gastaban mal. Por eso la recomendación a la hermana perdida tras la niebla de una dictadura: «Así que vos hablá solamente lo necesario». Y en el caso de Mario, su silencio tenía, además, la textura de un dolor profundo: «Papá y mamá son dos de los cinco mil casos de desaparecidos de nuestro país. En realidad nosotros también lo somos, o lo éramos». Y ahora que digo dolor, mientras releo el texto de Nerea, surge en mí la voz de Lacordaire: «La desgracia abre el alma a una luz que la prosperidad no ve». En esta luz esencial, halló Mario su texto irreductible y a él mismo como palabra-síntesis de su ser…
Palabra y silencio… anverso y reverso del pensamiento. Soy un hombre acostumbrado a la filosofía, a la disciplina del pensamiento y al ejercicio continuo de la razón. Soy un habitante, por consiguiente, del logos en toda su extensión sígnica, en tanto que palabra, discurso y razón de ser. También, y con mayor énfasis, habito el silencio, pues él me revela finalmente la esencialidad del verbo. Solo en la consustanciación que se da entre palabra y silencio puedo presentirme, intuirme y saberme… escuchar el susurro de mis voces de papel.
Hay, sin embargo, una consideración final que quiero hacer. Se ha atribuido por igual a Platón y a san Agustín aquello de «Pulchritudo est splendor veritatis» (la belleza es el esplendor de la verdad). Belleza y verdad… Y entre ambas, la luz… la luz indiciosa. Ciertamente lo feo también es verdadero, pero carece del esplendor indiciario que posee la belleza en relación con el amor y la verdad.
En El banquete, de Platón, Sócrates refiere aquella célebre conversación con Diotima sobre el amor en la que esta le dice: «el camino recto del amor […] es comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema […]. Si por algo tiene mérito esta vida, es por la contemplación de la belleza absoluta».
Sea en el silencio o en la palabra, en el anverso o en el reverso del pensamiento, todo carece de sentido —para mí— si no se da en la «contemplación de la belleza absoluta», y creo que esta es posible solo en el corazón como perfección de la razón. Por ello, quizás, nunca seré sobrevenido con más fascinación por una de mis voces de papel más querida, la de san Agustín: «La voz de la verdad no calla nunca. No grita con los labios, pero susurra en el corazón. Aplica el oído interior». Solo allí soy y alcanzo la esencialidad de mis palabras…