La invasión de Ucrania por Putin, la ya prolongada crisis peruana, las complejas negociaciones entre el gobierno de Gustavo Petro y la narco guerrilla del ELN, y otros procesos que suceden en Latinoamérica, han impedido que los medios de comunicación internacionales le presten suficiente atención a los graves hechos ocurridos en Nicaragua durante los años recientes.
A partir de 2006, cuando se convocaron las últimas elecciones competitivas en las cuales intervino Daniel Ortega, en ese país fue instalándose una tiranía sanguinaria, similar a la implantada por los hermanos Castro en Cuba. En la actualidad, el pequeño y arruinado país centroamericano constituye una inmensa cárcel custodiada por los esbirros que rodean a la pareja conformada por Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo. Ellos son los dueños de la nación, junto a sus hijos y al pequeño grupo de incondicionales que los rodea.
Lejos quedaron los acuerdos de Esquipulas impulsados por el Grupo Contadora, hace cuatro décadas, que promovían la Paz Firme y Duradera en la región, según señalaba el tercero de esos acuerdos. En esos pactos se garantizaba la democracia y vigencia de las instituciones republicanas en las naciones centroamericanas. En la actualidad, el Gobierno de la dupla viola de forma sistemática los derechos humanos. Acabó con la libertad de organización, expresión y movilización. El derecho a la protesta se esfumó. Todas las instituciones del Estado quedaron subordinadas a la voluntad del dúo Ortega-Murillo. Los ciudadanos se encuentran desprotegidos ante el poder creciente de un Estado cada vez más arbitrario. Desaparecieron las organizaciones civiles que los agrupaban y los medios de comunicación a través de los cuales denunciaban los excesos y demandaban el amparo de sus derechos. Tampoco cuentan con tribunales y jueces independientes a los que puedan acudir para exigir el resguardo de sus libertades políticas y civiles. En este cuadro tan precario, no podía dejar de afectarse el derecho de propiedad, ahora a merced de los caprichos del régimen.
En la deriva autoritaria, Ortega y Murillo fueron acabando con los partidos opositores y con los eventuales candidatos presidenciales de esas agrupaciones; con los periódicos, emisoras de televisión y estaciones de radio contrarios al gobierno; con los empresarios privados que no bajaban la cerviz frente a los nuevos amos del poder. Cualquiera que exprese una opinión distinta a la línea oficial pasa a convertirse en enemigo del Estado, siendo condenado a largas penas de prisión. Cristiana Chamorro, hija de Pedro Chamorro y de la expresidenta Violeta Chamorro –quien despuntaba en las encuestas como firme adversaria de Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre de 2022– fue una de las primeras víctimas de la razia. Luego vinieron las otras figuras con algún liderazgo nacional.
Entre las víctimas favoritas del sadismo oficial se encuentra la Iglesia Católica nicaragüense. Desde curas de parroquia hasta arzobispos, toda la jerarquía eclesiástica ha sido atacada por Ortega y Murillo. Recientemente agregaron a la lista a humildes monjas obligadas a abandonar el país.
Las últimas atrocidades del régimen nicaragüense han aumentado el desconcierto y malestar de los sectores democráticos latinoamericanos. Daniel Ortega y su señora esposa superaron todos los límites del desafuero. La pareja de déspotas expulsó y expatrió a varios centenares de nicaragüenses encarcelados solo por haber denunciado alguna fechoría del régimen o criticar alguna de sus políticas. Los acusó de “traición a la patria”. Además, despojó de su nacionalidad a Sergio Ramírez –premio Cervantes y exvicepresidente de Nicaragua– y a otros escritores, periodistas y activistas sociales exiliados. Por si fuera poco, el obispo Rolando Álvarez fue acusado de “conspiración” y condenado a 26 años de prisión, en represalia por negarse a ser desterrado de su país. El obispo prefirió la cárcel al exilio.
Los excesos de los Ortega-Murillo han convertido ese régimen en una edición ampliada y empeorada de la dinastía de los Somoza, que gobernó a ese martirizado país durante más de cuarenta años.
El delirio absolutista de los Ortega-Murillo y su brutal embestida contra los ciudadanos e instituciones del Estado de Derecho deberían provocar una reunión especial de la OEA, pues en Nicaragua se han violado de manera continua los preceptos fundamentales establecidos en la Carta Democrática Interamericana y en la Carta Interamericana de los Derechos Humanos, cuyos criterios la OEA está obligada a hacer cumplir. Sin embargo, no hay que ilusionarse. El reciente giro hacia la izquierda en el continente permite suponer que Ortega seguirá cometiendo toda clase de atrocidades frente al silencio cómplice, o el apoyo abierto, de los gobiernos de López Obrador, Xiomara Castro, Gustavo Petro, Lula da Silva, Alberto Fernández y, desde luego, de Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel.
El único gobernante colocado en el terreno de la izquierda que ha repudiado sin atenuantes a Ortega y su esposa ha sido Gabriel Boric, el joven y valiente presidente de Chile. Sin embargo, su voz no es suficiente para execrar al déspota nicaragüense del sistema interamericano. El papa Francisco, cuya opinión sería de enorme peso, se ha limitado a hacerle llamados piadosos a Ortega, algo que el dictador ni siquiera considera.
Daniel Ortega y el régimen que levantó representan una vergüenza que debe ser condenada. Hagámoslo, al menos, quienes podamos.
@trinomarquezc
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