La palabra carajo es de origen incierto, por lo menos así lo refiere el Diccionario de la Real Academia Española y buena parte de la literatura especializada, si bien hay intentos de asignarle un pedigrí griego y hasta preindoeuropeo. Lo cierto es que es de uso exclusivo en las lenguas románicas de la península ibérica. Sobre su origen, hay dos teorías. La primera de ellas documenta el vocablo desde el siglo X d. C. como un vulgarismo alusivo al falo. El primer registro es un topónimo catalán del 982 d. C. que señala un «montis qui vocatur Caralio» (‘un monte llamado Carajo’), con forma fálica, conocido hoy como Puig Carallot.
Más tarde, hacia el s. XIII, aparece el término con toda su carga fálica en las cantigas de Pedro García Burgalés y en una comedia de Martin Soares, haciendo alusión al miembro viril. Por sorprendente que parezca, también se empleó por aquellos días como antropónimo. Así pues, en las escrituras del monasterio de Sahagún es posible hallar a un tal Pedro Carayuelo. También por entonces abundaron las cantigas de escarnio y maldecir —como las de Pedro García Burgalés— en las que aparecen variantes de dicho antropónimo, siempre con el fin de satirizar al objeto de burla.
Ya entrado el s. XV, el vocablo fue de uso pleno en el castellano de la época, especialmente en la poesía trovadoresca, aunque llama la atención que también fuese empleado fuera de la literatura, en documentos jurídicos, siempre y en todos los casos significando el órgano genital masculino, lo que hace suponer que era un término ampliamente difundido y tomado como natural, si bien ello no significa que dejara de ser un vulgarismo. De hecho, la Santa Inquisición nunca lo censuró. Por cierto, sorprenderá saber que en la Baja Edad Media existieron unas piezas llamadas carajos de mesa, especies de consoladores con forma fálica que adornaban los tocadores de las cortesanas.
Así, gozando de buena salud, llega el término carajo a la actualidad con una decena de significados a cuestas, varios de ellos fuera ya del campo semántico de lo erótico. Aun cuando se lo considera un vulgarismo y es empleado solo en el lenguaje coloquial, variantes como caray incluso han logrado ingresar al registro culto.
La segunda teoría corresponde al imaginario popular y carece de soporte filológico, lo cual no significa que sea inválida, sino que no hay registros que la avalen. Según esta, el origen de carajo se remonta probablemente a la tardía Edad Media, y estaba circunscrita a la jerga de los marineros. Se refería exactamente a la cesta que se encontraba en la cima del mástil central de los barcos, y solo se usaba en catalán, gallego y portugués, así que podríamos imaginar un par o más de construcciones graciosas.
Subir al carajo debió de ser una tarea ardua y riesgosa, de donde pudo derivarse la expresión «esto está más difícil que el carajo». Por este mismo motivo, era un lugar ideal para el castigo no solo por el ascenso complicado, sino porque, además, era el sitio más remoto e inestable del barco, razón por la cual cuando un marinero merecía ser castigado quizás se le gritaba: «¡Vete al carajo!», y el inculpado mascullaría antes de subir y mirando a las alturas: «¡Qué carajo!». No sería exagerado pensar que más tarde, en un sentido figurado, los marineros con muchísima frecuencia mandaban al carajo a sus más fastidiosos compañeros.
¡Claro! Todo el que subía un día debía de bajar, y entonces se diría que «venía del carajo», y más tarde es probable que alguien hiciera el tropo «venir de más lejos que el carajo» para referirse a una distancia realmente muy grande. Pero no se crea usted que todos los barcos tenían carajos del mismo tamaño, pues era frecuente que los barcos de gran calado tuvieran carajos realmente grandes, y que alguien exclamara mirando semejante cosa: «¡Qué gran carajo!».
Imagino que alguna vez una borrasca sorprendió al mástil central con sus velas izadas y desplegadas, especialmente esa vela cuadrada llamada caraja, con lo cual es probable que el mástil se partiera y viniese el carajo a dar contra la cubierta, lo que debió de ser llamado un carajazo.
Y también, cuando navegar en altamar entrañaba el riesgo de naves enemigas y piratas al acecho, era factible que alguien, ante la imagen difusa entre brumas de un bajel próximo, gritara «¡carajo!», con la intención de que el oficial de guardia trepara raudo hasta el tope del mástil, por lo que no sería de extrañar que, también por analogía, se llamara carajo a dicho oficial. Y hasta es factible que el carajillo español, es decir, el café con coñac, deviniera en metáfora por el parecido entre el vaso y el carajo, y por los sinuosos efectos que en el equilibrio produce tal bebida, con lo que tomarse un carajillo quizás era lo más parecido a «estar del carajo». Misterio inescrutable será tratar de deducir cómo el carajo trastrocó su significado en el término carajito para referirse a los párvulos, a veces un tanto intranquilos o inmaduros.
Saber si el carajo fálico tiene que ver en su evolución semántica con el carajo del marinaje, de momento, queda como asignatura pendiente, pero viendo alguna pintura de las carabelas de Colón atracadas en costas centroamericanas, con las velas arriadas y los mástiles erectos, no será difícil imaginar que el término hubiera pasado del sociolecto vulgar a la jerga de los marineros.
En fin, esta palabra, tan curiosa como misteriosa en su etimología, no solo es una de las más utilizadas en la lengua española, sino que es una de esas palabras que se amarran entrañablemente a la identidad de nuestra lengua y de quien la habla. Por cierto, la próxima vez que quiera mandar al carajo a alguien, trate de discernir primero a cuál de ambos carajos…
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