Preguntarse por el sentido de la propia escritura, cada tanto, es sano. ¿Por qué escribir? ¿Para qué escribir? Ahí están: origen y destino, el arco y la diana; sin ellos la flecha está en lerdo reposo.
No es fácil responder a tales preguntas; ni siquiera es necesario hacerlo; basta con enunciarlas y que fluya la inquisición de ideas que se interrogan mutuamente. Nunca deben preocupar tanto las respuestas como las preguntas bien formuladas; si una pregunta ha sido bien edificada, alguien —no enfáticamente uno mismo—, tarde o temprano podría dar con la respuesta que se gire contra su pregunta y la reinterrogue, derribando así el edificio de la falsa seguridad.
Además, está el asunto de la intrasferibilidad de las cuestiones existenciales. Los asuntos propios son propios y de nadie más porque nadie más cuestionará la vida en modo idéntico; por ejemplo, cuando el autor se pregunta para qué escribe, no hay en su horizonte una exclusiva humanidad lectora. No es conveniente confundir el para qué con el para quién. La humanidad de cada para qué no es solo lectora, sino absoluta. Hay quien nunca leyó a Churchill y repite aquello de «sangre, sudor y lágrimas». Sería absoluta vanidad creer que la literatura se agota en unos cuantos lectores.
La literatura, decía Kafka, es una «expedición a la verdad», por tanto, su escritura se convierte en una cuestión existencial; en este sentido, resulta interesante cuestionar los extremos causales de aquella. Si se asume la literatura como una vía de autoconocimiento, el autor, en consecuencia, se explora a sí mismo en las posibilidades últimas del lenguaje y, por tanto, lo hace interpelando el misterio que es en una dimensión ontológica del lenguaje poético, esto es, dilucidando su ser en el ser de las palabras, pero sin el afán y ambición de desatar los límites del misterio. Cuando se interroga el misterio, este crece y se hace aún más elusivo.
Habitar en esa niebla limítrofe del lenguaje, entre los aullidos de lo insondable con vocación de locura y el sereno rumor de lo que tiene el aplomo de las cosas puestas en su lugar, es una experiencia límite del cotidiano ejercicio de la palabra, que supone estar cada vez más cerca de un verbo que busca descoyuntarse en la semiosis postergada, es decir, en la comprensión tardía de sus signos, en la asincronía entre enunciación y enunciado.
En este punto, el autor podría ser incomprendido por perseguir algo que pareciera ser la negación del lenguaje y del ser de la literatura, pero solo quien viaja a las fronteras del ser puede atisbar desde allí otras posibilidades. La literatura también es mirar desde la propia periferia ontológica, lanzar una peligrosa mirada al misterio, pero… ¿acaso vale la pena vivir ayuno de misterio y de su peligro?
Desde ese borde último del ser el autor mira y espera algo que ignora. La suya no es la mirada inquisidora del científico, ni la reflexiva del filósofo, ni siquiera la creyente del religioso; la suya es una mirada abismada y perpleja, sin juicios ni más preguntas. Por qué y para qué serán entonces absurdos retóricos. En ese momento, ya no tendrá sentido el juego interpelativo porque lo que sea que esté más allá de sus posibilidades verbales será él mismo finalmente emancipado de las palabras.
La escritura también puede ser una inmensa despedida de sí mismo, un viaje hacia una libertad en la que las palabras ya no necesiten del autor, ni él de ellas. Ellas, tan pobres como son al dársele al autor; él, tan torpe como es al recibirlas. Al cabo, ambos son en un modo pleno: él, abismado en la nada de la palabra, diluido en esa plenitud… sin él.
En algún lugar debe de haber un mundo donde las palabras son pura luz, escala de luminosas reverberaciones, posibles de leer solo en la tensión del alma a punto de romperse; un mundo donde la literatura atomiza la eternidad que es el autor; un mundo donde el silencio no es muerte de voces, sino el primer segundo del parto de un universo de nuevos lenguajes.
Debe de ser posible llegar allí, y más arriba, largamente más arriba, en el Everest del ascenso abstractivo, debe de estar toda la belleza que puede soportar la eternidad que es el autor y que con frecuencia no cree ser; y cuando al fin la alcance, ya no temerá doblar su alma como un origami de luz.