Sobre la opera trabalis
Una vez expuesto en los dos artículos previos el fundamento teórico de mi concepción ontológica del lenguaje poético, pasaré a desarrollar esta, no con el fin de que sea tomada por alguien como rectora de su quehacer artístico, sino a manera de simple expresión de un modo propio de pensar la creación poética, asumida esta, en un sentido lato, como obra de arte en general.
Resumamos primero dicho fundamento. Este logos de las cosas mudas, del que habla Hofmannsthal, es tácito y precisa de la armonía expresa, en términos heraclíteos, para revelarse por medio de los sentidos a la razón haciéndola devenir en poética, según lo expuesto por María Zambrano, y a fin de que dicha revelación tenga lugar, es necesaria la ἐποχή (epojé), en clave husserliana, es decir, la suspensión temporal del juicio con el objeto de «ir rectamente al corazón de las cosas».
Ahora bien, me parece que esta parentetización del juicio y del ser supone lo que he dado en llamar una escucha ontológica. Escuchar el logos implica atender al tacitum (callar indicioso) y no al silentium (silencio absoluto e infecundo), pues las cosas mudas no guardan silencio, callan, y para oírlas se precisa la ausencia discreta del propio ser; sin embargo, este debe haber educado primero su memoria en la belleza a fin de que la armonía expresa halle su respectiva caja de resonancia en el horizonte interior del poeta.
Cuando la armonía expresa, que llamo poesía exterior, resuena con la poesía interior del poeta —forjada al educar la memoria en la belleza—, el logos se revela a la razón deviniendo esta en poética y dando lugar, quizás, al discurso estético. Dicho de otro modo, la resonancia entre la armonía exterior y la interior es la razón poética, de la que la obra de arte podría o no ser su eco, pues a toda vivencia estética no tiene necesariamente que corresponderle un acto de creación artística.
Si el poeta se procura la ausencia discreta del ser, contemplará tácitamente el mundo esperando recibir —sin prejuicios ni aprehensiones— el logos de las cosas mudas, contemplación que tendrá lugar en la escucha ontológica, si bien la memoria —pese a la suspensión del juicio— no dejará de funcionar como calibrador de la sensibilidad receptiva del artista.
El silencio ontológico desde el cual escucha el poeta (entendido en su acepción más amplia) hace de este un silencio atrás del silencio, un silencio doble cuyo contorno podría ser la obra de arte, un silencio apto para la reverberación de la armonía expresa y la tácita. Tal caja de resonancia que es el horizonte interior del artista implica que, una vez devenido el logos de las cosas mudas en razón poética, esta sea capaz de mirar la atemporalidad aiónica del arte, su eternidad.
Si, por ejemplo, en una puesta de sol descubro entre las franjas de luz y penumbras a Véspero, el lucero de la tarde, y ante ese fenómeno acallo mi ser en actitud contemplativa, yendo «rectamente al corazón de las cosas», es probable que intuya la lucha de las sombras y el fulgor del ocaso, en la que finalmente vencerán aquellas; luego, quizás me sea inevitable recordar los Himnos a la noche, de Novalis, el óleo Dante y Beatriz a orillas del Leteo, de Cristóbal Rojas, la Sinfonía inconclusa, de Schubert, el Triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo, y la Divina comedia, de Dante.
Rápidamente alguien me increpará que no hay, en apariencia, mayor relación entre dichas obras y el atardecer contemplado, pero sí. En todas ellas late el mismo pulso órfico que yo intuyo en el ocaso, y solo yo podría percibirlo de tal modo, aun cuando otros también puedan escuchar dicho logos, pues nunca habrá dos intuiciones idénticas ni dos horizontes interiores iguales.
He mencionado solo cinco obras, pero podría enumerar un par de docenas más, desde el mito de Alfeo hasta Possession, de Neil LaBute, pasando por varios de los poemas de José Antonio Ramos Sucre o Alejandra Pizarnik, los óleos de Friedrich Caspar David y algunas composiciones de Beethoven, Satie, Chopin o Tchaikovsky, todas ellas conformando lo que denomino opera trabalis (obra arquitrabada), es decir, una inmensa obra de arte atemporal cuyo artífice, no obstante, ha sido el tiempo y que, conformada por varias expresiones estéticas, estas a manera de pilastras, están unidas en la intemporalidad aiónica de un arquitrabe que es el fundamento ontológico de las mismas (en mi caso, el pulso órfico entre la claridad de Eros y la oscuridad de Thánatos).
Para decirlo de otro modo, nuestro horizonte interior se ordena hacia la opera trabalis que cada quien ha elegido, conscientemente o no, como signo de un específico flujo de humanidad en el que se ha reconocido o, al menos, intuido.
En mi noción de la composición estética, repito, el artífice cabal es el tiempo en tanto que el artista es autor parcial, pues la obra que crea apenas es parte de otra mayor: la opera trabalis. Por consiguiente, del mimo modo que solo es posible apreciar la huella y su trayectoria cuando el pie se ha retirado, la ausencia del creador hace visible su creación en la perspectiva del todo intemporal. Podría decirse que, en algún sentido, el poeta estorba a su propia obra, que gana para sí una soberanía ontológica cuando se emancipa de aquel.
Por último, el creador no es ajeno a la opera trabalis. En el caso de los artistas órficos, hay un imponderable viaje hacia el abismo de lo humano —entendido no en sentido peyorativo ni estrictamente teológico, sino más amplia y ricamente antropológico—, para ascender desde allí a la luz, una suerte de catábasis y anábasis contemplada en el mundo y explorada en la obra de arte como eco de su razón poética.
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