Sobre la razón poética
María Zambrano, filósofa española, puede contarse entre los más destacados discípulos, si no la más, del raciovitalismo de Ortega y Gasset; es autora de una de las fenomenologías y ontologías del lenguaje poético mejor estructuradas en el s. XX.
Partiendo de las Meditaciones del Quijote (1914), de Ortega, Zambrano funda su pensamiento en la máxima de que las circunstancias tienen un λóγος (logos) desde el cual piden ser atendidas y salvadas, de modo que propone una ruta que va de la razón vital orteguiana, con la cual rompe parcialmente, a su propia razón poética —relación que no desarrollaremos en esta ocasión por exceder en mucho los límites de este artículo—, y de la que atenderemos en particular al vínculo entre λóγος y razón poética en tanto que racionalidad dadora de sentido.
En Hacia un saber del alma (1934), texto liminar de Zambrano, reconoce como fundamento del periodismo orteguiano la búsqueda del «logos de las circunstancias» por amor a la vida, del que Ortega dice en Meditaciones que «el acto específicamente cultural es el creador, aquel en que extraemos el logos de algo que todavía era insignificante (i-lógico)». Este es el centro de la teoría orteguiana de las circunstancias que la filósofa malagueña toma para sí como núcleo de su fenomenología.
Hay, sin embargo, entre la discípula y el maestro pequeños infartos doctrinales que, además de necesarios, dimensionan extraordinariamente el pensamiento del sabio español. Ortega, por ejemplo, plantea en Meditaciones que «mi corazón salió entonces del fondo de las cosas», a lo cual Zambrano replica en Delirio y destino (1953, 1989) con la necesidad de «ir rectamente al corazón de las cosas», pero desde el «rescate de la pasividad, de la receptividad», como diría años más tarde, con lo cual Zambrano expande, y no poco, la dimensión fenomenológica de Ortega en clave husserliana.
Ahora bien, esta razón fundada en la recepción pasiva deviene en razón poética en la medida en que, como dice Zambrano en Nostalgia de la tierra (1933), pueda «salir de la cárcel de la conciencia», para lo cual «había que buscar otra vez las cosas, había que echarse al mundo de nuevo, a ver si se encontraban», ya que son «cuerpo que dice, llora o canta su misterio».
Valga acotar al margen que Zambrano, no obstante, nos previene contra la «creencia racionalista» de que «el mundo está compuesto de cosas, no de acontecimientos; de sustancias y no de sucesos», de modo que —nuevamente en una perspectiva heraclítea— la tarea del intelectual y, por ende, del poeta no sea otra que «aventurarse en el laberinto terrible de los sucesos» con el fin de «encontrar la razón [λóγος] del mundo».
Aquella recepción pasiva, de la que hablábamos más arriba, no es otra cosa que el modo de aceptar el logos fecundante de la razón que deviene en poética, de la cual, como dice en Delirio, «la palabra es eco» como consecuencia de que «la realidad penetra en nosotros poética e indistintamente»; sin embargo, tal receptividad no puede descansar exclusivamente en la conciencia y en la inteligencia en tanto que garantías orteguianas de encuentro con la realidad, tal como afirma en Para una historia de la piedad.
Entonces, ¿cuál es el soporte fenomenológico zambraniano? En Delirio nos lo dice: «Saber mirar con toda el alma, con toda la inteligencia y hasta con todo el cuerpo, lo cual es participar de la esencia contemplada en la imagen, hacerla vida». Y este principio fecundante precisa a tal fin de la memoria y del conocimiento de sí.
En otras palabras, y rescatando el carácter liminar de Hacia un saber, el vector gnoseológico de la razón poética no es otro que el «saber del alma», ese modo en que la experiencia se nos da en tanto que sujetos emancipados de la conciencia inmediatista (punto de ruptura con Ortega); por consiguiente, en la medida en que nos conocemos podemos, más que solo percibirla, recibir la realidad para hacerla vida, con lo cual, en una perspectiva un tanto romántica, aquella tiene la posibilidad de ser espejo del alma, de modo que esta pueda saber de sí contemplando su reflejo en el mundo.
En consecuencia, el alma viaja órficamente a la hondura del mundo —como Alfeo— no para tener conciencia de aquel, sino para saber de sí misma; viaje, además, que oscila entre el tiempo kρόνος (cronos) y el tiempo καιρός (kairós), es decir, entre la temporalidad del mundo y la del alma.
El poeta, por tanto, precisa no de la conciencia atenta de la realidad (que se le ofrece como «orden» en «una red de relaciones», según Ortega), sino de su contemplación como método para «ir rectamente al corazón de las cosas», de las que extraerá un logos que revelándoselo a la razón la fecundará hasta hacer que devenga en poética, de modo tal que el poema, en tanto que artificio verbal, es eco de la razón poética, un eco fecundo y fecundante porque regresa al mundo para «resistir al tiempo [como] primera acción que requiere el estar vivo».
Imposible terminar estas líneas sin mencionar El sueño creador (1965), libro en el que la autora propone el estudio de la forma sueño y sus especies, asumiendo que en los sueños «se muestra nuestra vida como puro fenómeno al que asistimos» sin problematizarlo ni disentir, siendo este, precisamente, el rasgo poético del soñar intrínseco a la tragedia, toda vez que el héroe trágico aparece sumido en su historia sin cuestionarla, excepto cuando despierta y toma conciencia de su condición.
La condición del soñar es que «estamos privados durante el sueño del tiempo», prerrogativa propia de la vigilia y la conciencia que recuperamos al despertar; por ello, soñar es recrearse, nacer de nuevo en cada despertar; en consecuencia, la forma sueño es creadora y, en este sentido, germen de la palabra que «acude al despertar» y «se da en la realidad y ante ella como un acto, el más real del sujeto, situado plenamente, por tanto, en el tiempo y en la libertad».
Para Zambrano, la palabra es potestad de la realidad porque «ella misma, de por sí, es libertad». En ello radica la «legitimidad poética del soñar», cuyo desciframiento, en tanto que ascenso a la luz, solo es posible «si la claridad proviene de una razón que la acepta porque tiene lugar para albergarla: razón amplia y total, razón poética que es, al par, metafísica y religiosa».
@Jeronimo_Alayon