Sobre el logos de las cosas mudas
En 1902, el escritor vienés Hugo von Hofmannsthal publicó Carta a lord Chandos, en la que un ficticio Philipp Lord Chandos escribe en 1603 una epístola a Francis Bacon reflexionando sobre los alcances e imposibilidades del lenguaje poético, la cual concluye del modo siguiente:
«La lengua en la que tal vez me habría sido dado no solo escribir, sino también pensar no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino otra de la que no conozco palabra alguna, una lengua en la que me hablan las cosas mudas».
En este fragmento —que, sin dudas, es el más importante del texto— Hofmannsthal esboza la noción de logos de las cosas mudas. Medio siglo más tarde, la filósofa española María Zambrano la desarrollará a propósito de su planteamiento de la razón poética —variante del raciovitalismo orteguiano—. Tomando como referencia dicho marco teórico, expondré en este y los siguientes artículos mi concepción de una ontología del lenguaje poético, en la que vincule las posturas de Hofmannsthal y Zambrano a otras categorías conceptuales y corrientes de pensamiento.
A mi parecer, Hofmannsthal alude inequívocamente a la concepción heraclítea del logos (λóγος), que el filósofo efesio concebía como razón última. La noción de logos de las cosas mudas supone la existencia de un logos de las cosas no mudas, a lo cual podríamos aproximarnos desde el fragmento 54 de Heráclito: «La armonía no manifiesta es superior a la manifiesta». Para Hermann Diels, aquella no es otra cosa que el logos mismo superando a la visible por depender esta última, para su realización, de la sensibilidad.
Planteado así, Hofmannsthal entiende que hay un logos —no manifiesto, oculto— y una armonía expresa, todo lo cual es perfectamente coherente con el fragmento 123: «La naturaleza aprecia el ocultarse»; en este sentido, casi todos los comentaristas de Heráclito coinciden en que el logos, entendido como verdadero sentido de las cosas, no se aprecia inmediatamente, sino que es fruto de una revelación interior que tiene lugar en el alma, y a la que se llega por los sentidos. Por consiguiente, la prerrogativa esencial del logos es su ocultamiento, que será —aunque no lo abordaremos en esta ocasión— el punto de partida de la noción heideggeriana de desocultamiento.
Hay, por tanto, un logos de las cosas que, por antonomasia, son mudas, ocultas, que se expresa en la armonía manifiesta, sensible (subsidiaria de los sentidos), y esta última permite el acceso de aquel al alma, a la cual se le revela por medio de la razón. Para Heráclito, el alma es la habitación insondable de la razón, al menos así lo deja entender en su fragmento 45: «No hallarás los límites del alma, sin importar la dirección que sigas: así de profunda es su razón». En tal sentido, me gusta mucho la aproximación de von Lotz respecto del hombre pensante como «dador del logos». Esta «razón profunda», en última instancia, es la que permite al hombre unirse al todo.
Cuando Hofmannsthal habla del «logos de las cosas mudas» en tanto que lengua de «la que no conozco palabra alguna», está siendo coherente con una de las máximas esenciales al pensamiento del Oscuro de Éfeso: «No me escuchen a mí, sino al logos», puesto que ese logos, oculto por naturaleza, nunca tendrá palabras, siendo que estas son el vestido con que la razón de cada cual lo presenta a la razón de los otros.
El artista que contempla el mundo espera extraer de él su logos, un sentido de las cosas que le permita unirse al todo en una dimensión estética, del mismo modo que un médico, por ejemplo, aspira a hacerlo en otra dimensión, la científica, para lo cual es esencial haber educado la razón y la memoria en determinada frecuencia del saber. Por ello, es esencial en el artista el cultivo del alma en la belleza, si no, ¿de qué otro modo podrá apreciar la armonía manifiesta que se le ofrece a los sentidos y que le desocultará el logos al encontrarse este con la razón?
No olvidemos que Heráclito es, además, el filósofo del continuo fluir: «Pertenece al alma una razón que está en crecimiento continuo» (fragmento 115), con lo cual podríamos decir, parafraseando su fragmento 91, que no podemos intuir el logos dos veces del mismo modo.
Cuando el poeta, el músico o el pintor contemplan el mundo, este les ofrece una armonía manifiesta que nunca más volverá a ser la misma; pero que, amén de ello, la razón dadora del logos a dicha armonía tampoco volverá a ser la de entonces; en consecuencia, cada encuentro entre el logos y la razón por intermedio de la belleza explícita será irrepetible y, por tanto, su traducción en discurso estético.
Cabe en este punto recordar al insigne poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre cuando afirmaba en Sobre la poesía elocuente que «el arte es individuante». Si bien él se refería entonces a la relación entre imagen, símbolo y discurso poético, hay también en ello un sentido heraclíteo que probablemente él conocía muy bien. Al respecto, siempre suelo decir que la belleza nunca nos aborda en manada. Hay en ella un modo particular y único de presentarnos el logos; y hay en nosotros una manera individual e irrepetible de intuirlo y darle la forma de nuestro verbo. En última instancia, el logos de las cosas mudas es el silencio del todo aguardando por el signo, unicidad innumerable.