El silencio es el elemento en el que se forman y se reúnen todas las cosas grandes

Thomas Carlyle

Estamos tan aturdidos que hasta cuando nos hallamos a solas con la naturaleza insistimos en oírla… el canto de las aves, el murmullo de la brisa agitando el pasto o el recurrente sonido de las olas. Incluso no faltan las doctrinas espirituales que encomian el carácter relajador de tal práctica, que no negamos. Hay quienes tienen el hábito de mantener la radio o la TV encendidas a bajo volumen para no oír el silencio, o que necesitan reunirse frecuentemente con otros para conversar.

La nuestra es, sin duda, la civilización del ruido. A diario consumimos cientos de decibelios mal sazonados y miles de hercios ruidosos. De los 86 400 segundos que hay en un día, no dudo de que casi todos estén ocupados por sonidos. De hecho, si atendemos a lo que los físicos dicen, ni siquiera en el espacio sideral hay silencio. Eso que llamamos como tal no es sino la fracción inaudible del espectro sónico. Aquí y ahora hay decenas de sonoridades que nunca oiremos al hallarse por debajo o por encima del rango auditivo humano.

Hay, sin embargo, ambientes propicios para el sigilo poco menos que total. Espacios en los que apenas se escucha la propia respiración. Quienes han vivido en zonas agrestes y apartadas de las grandes ciudades, y han tenido la experiencia de encontrarse a solas en una habitación cerrada, habrán sentido la presencia del silencio en sus oídos, una suerte de zumbido muy fino. Es una vivencia sobrecogedora que al paso del rato puede devenir en placer o en terror, según las distintas psiques. No todos toleran la casi absoluta ausencia de sonidos.

Ahora bien, ¿cómo oír el silencio en medio del ruido? Es una pregunta interesante porque generalmente buscamos un ambiente libre de ruidos a tal fin, pero no siempre es posible hallarlo. Siendo niño descubrí que tenía la capacidad de apagar los sonidos a mi alrededor, especialmente cuando me concentraba en algo. Esa era la clave: escuchar mi mente, mi interior… y el mundo se volvía un lugar más silencioso y amable para mí. Toda mi vida me han aturdido las sonoridades destempladas y el exceso de materia audible.

No había descubierto nada nuevo. San Agustín ya lo había dicho dieciséis siglos antes hablando del hombre exterior e interior: «No vayas fuera. Entra en tu alma porque en el hombre interior habita la verdad». Cuando me topé con el obispo de Hipona, encontré un lecho teórico por el que hacer fluir mi río de inquietudes intelectuales.

Sin embargo, con los años el supuesto silencio interior no fue tal. Dentro puede tenerse tanto ruido como fuera. Entre las ecolalias mentales y los interminables monólogos interiores en los que filosofaba sobre esto y aquello, terminé por descubrir que el pensar en exceso es ruidoso y agotador. Estaba pagando el tributo por haber leído superficialmente al Águila de Hipona, quien también dijo: «Si te sientes mudable, trasciende tus límites y adéntrate en el reino de la verdad». Agustín apuntado su mirilla filosófica al ser y no al estar adentro. La introspección es esencialmente ontológica, y supone una mutación de los propios linderos existenciales.

Así pues, me planteé la posibilidad de apagar entonces el mundo interior, hacer silencio… fuera y dentro. Para alguien más acostumbrado a pensar que hablar, es difícil silenciar la voz del raciocinio. Parecía un ejercicio inútil pero placentero, y entendí que el ocio siempre tiene su cuota de deleite. Sin embargo, pronto volví a la exterioridad: desde ese sigilo interno descubrí que podía contemplar mi entorno sin el ruido de la razón. Sin saber aún de los escépticos griegos ni de Husserl, había torpemente hallado algo parecido a la epojé. Tiempo después, las lecturas se encargaron de darme disciplina metodológica. Leer es encontrar un nuevo cauce al viejo río de nuestras inquietudes.

Oír el silencio supone contemplar ontológicamente el mundo. Callar las voces —externas e internas— para mirar el cosmos desde el vacío semiótico, sin interrupciones de la razón categorizando y sistematizando aquello que conocemos, y sin la voz del universo pontificando de sí mismo. Es el sigilo que habita en la primera mirada sobre el entorno. Solo es posible haciendo el hábito de verlo todo con ojos primerizos, justo antes de que nuestra racionalidad y el logos de las cosas murmuren.

Estamos hablando, por tanto, de oír un silencio ontológico, en el que el ser propio y el de las cosas se calla temporalmente para que pueda haber una escucha ontológicamente efectiva, lo cual supone apercibirse de la humanidad que impregna el mundo y sus elementos. Se trata, pues, de un sigilo rico en matices semánticos. Un silencio locuaz… en el que la ausencia de signos antecede a un estallido semiótico. Por consiguiente, cada no-signo es el anticipo de un signo en el que aquel deviene en discurso plural e innumerable.

Hace poco vi a una niña de unos siete años saltar de un muro y, una vez en el suelo, prosiguió su andadura entre brincos y ladeando la cabeza a derecha e izquierda. Cuando contemplé la acrobacia de la pequeña, no pensé en nada. Solo grabé en mi memoria el cálido acontecimiento. Al cabo de un rato, la evocación de ese silencio se volvió un eco humano: reconocí aquel como un gesto ancestral, repetido muy probablemente por un número inconmensurable de niñas a lo largo y ancho del mundo desde tiempos remotos, un ademán quizás ausente en Auschwitz y otros «anos del mundo». Un signo de profunda humanidad.

Se trata, pues, de oír un silencio paradójico al escuchar en él una reverberación de la humanidad. Un silencio indicioso porque nos señala y nos cuestiona nuestro lugar en la condición humana. Un silencio trascendental que afecta nuestros límites y expande nuestro rango auditivo a la dimensión del ser. Un silencio que solo es voz cuando toca otros silencios…

@JeronimoAlayon


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