En sus Epistulæ morales ad Lucilium, conocidas en español como Cartas a Lucilio (Ep. 106.12), Séneca el Joven escribía al término de la carta 106 lo siguiente: «Quemadmodum omnium rerum, sic litterarum quoque intemperantia laboramus: non vitae sed scholae discimus» («como en todas las cosas, sufrimos la intemperancia de la literatura: no aprendemos para la vida, sino para la escuela»). Al calor de sus reflexiones, el filósofo hispanorromano respondía a Lucilio con cierto tono pesimista acerca del cuerpo en tanto que bien mayor que otorga poder a la materialidad del hombre, al tiempo que reconocía que el destino final del saber no era la vida, sino la escuela. Obviamente se trataba de un juego erístico, puesto que el estoicismo de Séneca no le permitía decir en serio algo así.
Non scholæ sed vitæ discimus («no aprendemos para la escuela, sino para la vida»). Discernir en qué momento la frase senequiana se invirtió para cargarse de un sentido optimista es asignatura pendiente para la filología latina; pero, al parecer, la sentencia se popularizó a principios del siglo XIX en el mundo académico; quizás en medio del auge del subjetivismo y vitalismo románticos, la máxima halló el significado con que hoy se la cita. En todo caso, alude a la necesidad de que el saber ocupe un lugar preeminente en la experiencia humana.
No pocas veces, sin embargo, los alumnos con los que nos encontramos en el salón de clases serían émulos del axioma original dedicado a Lucilio. Pareciera que todo el esfuerzo discente acaba en presentar un examen y obtener una calificación aprobatoria, siquiera sea la mínima. Un aprendizaje encarrilado en dicha dirección poco aportará al conocimiento existencial. Aprender por aprender es uno de los modos más estériles de educarse. Solo cuando el estudiante despliega el saber en su dimensión vital, se lo apropia definitivamente.
En ocasiones ocurre que los docentes ponemos un excesivo énfasis en la necesidad de aprobar o en el riesgo de reprobar; en ambos casos fomentamos el non vitæ sed scholæ, puesto que todo el proceso de enseñanza-aprendizaje se resume en un suceso numérico al que denominamos calificación, de modo que queda al margen el valor vivencial del conocimiento y sus implicaciones vitales. Expresiones docentes como, por ejemplo, «estudien o aplazarán», «estudien que el examen estará difícil», «la calificación lo es todo» o expresiones estudiantiles del tipo «diez es nota y lo demás es lujo», «lo que cuenta es aprobar» revelan un paradigma reductivo del aprendizaje a la verificación numérica de un rendimiento académico.
Con sobrada frecuencia la dinámica académica, particularmente la universitaria, tiene su meridiano en la conservación de un promedio o índice académico que condiciona la funcionalidad escolar del alumno; en tal sentido, el estudiante termina orientando su acervo motivacional no hacia el aprovechamiento existencial del saber, sino en función del logro de un conjunto de mínimos indispensables para acceder a determinadas cargas lectivas y a ciertos beneficios académico-administrativos.
San Agustín, en su Epístola 110, contraponía la fuerza y la convicción en cuanto que vectores axiales de la voluntad ordenada al vicio o a la virtud; a este tenor, ambos principios —podría decirse— son también los rectores de la acción docente. Cuando el educador acerca impositivamente a los estudiantes al conocimiento, o si estos se aproximan al estudio forzados por gatillos emocionales, no queda espacio para la sabiduría, entendida esta —al modo goetheano— como la aplicación del saber en tanto que un hacer vital, y en este particular nunca sería más oportuno recordar lo que la asesora del British Council Scotland, Sorcha Carey, aseguraba respecto del sentido del estudio: «El conocimiento sirve para ganarnos la vida; la sabiduría nos ayuda a vivir».
Todo proceso de aprendizaje, sin importar si atañe a la esfera profesional o no, debe ofrecer al estudiante coordenadas existenciales que le resulten sensibles; de este modo se operará la conversión del conocimiento en sabiduría. Desde que el primer Homo sapiens articuló el lenguaje verbal, la humanidad discurre en un continuum civilizatorio que se lega por medio de la palabra; esta es la fuente de calor que combustiona el saber haciéndolo devenir en un modus vivendi. La principal función del educador es, por tanto, la de ser el garante de tal flujo de humanidad. Si el conocimiento, sea de la índole que sea, no sirve al cabo para humanizarnos más, no habremos pasado de la schola a la vita.
Cuando el docente se plantea en serio educar para la vida y no para la escuela, inmediatamente se percata de que hay que tomar en consideración diversos factores como que no todos los estudiantes aprenden a un mismo ritmo y de un modo igual ni disponen de idénticos recursos para el aprendizaje. Tal diversidad supone necesariamente sumar en la dinámica educativa a la totalidad de los agentes del proceso de enseñanza-aprendizaje. Así pues, si se parte de una concepción semejante, debe entenderse que la tan ansiada homogeneización curricular es apenas una utopía: cada clase será única e irrepetible, ajustada, en consecuencia, a las necesidades existenciales del grupo.
En este marco, es de primerísima importancia educar a los alumnos para el manejo efectivo de sus emociones y el desarrollo de un pensamiento crítico y creativo. Más que «saber» datos, el estudiante debe «saber qué hacer» con estos datos, cómo combinarlos con otros para crear nuevo conocimiento que sea susceptible de devenir en una clave de vida, en sabiduría, y que esta implique la gestión asertiva de las propias emociones. Educarse para la vida y no para la escuela es, en el fondo, afinar los propios talentos y competencias sociales para funcionar a plenitud como un ser felizmente integrado en la sociedad.
La importancia de la inversión en la sentencia senequiana estriba en el hecho de que no solo es más optimista que el original dedicado a Lucilio; non scholæ sed vitæ discimus es un antídoto contra la pérdida del sentido vital; cuando el conocimiento adquiere para sí una dimensión trascendente en la vida de una persona, cuando saber es un asunto existencial y no meramente académico-burocrático, tenemos un propósito para vivir… que a veces, sin que lo sepamos, nos salva. Con toda seguridad, Dita Krausová, aquella niña de catorce años que en Auschwitz custodiaba la biblioteca clandestina, habría muerto sin los ocho libros que conformaban aquel delgado fondo editorial.