En el libro X de las Confesiones, después de que san Agustín ha reconocido deleitar sus oídos más con las melodías de los cánticos eclesiales que con la letra de estos, exclama: «Domine deus meus […] in cuius oculis mihi quaestio factus sum, et ipse est languor meus» (Señor Dios mío […], en cuyos ojos estoy hecho un problema, y esa es mi dolencia). Verse desde sí mismo resulta cómodo, pero hacerlo desde la otredad es problemático… más aún si el otro es Dios.
La cuestión de fondo en este pasaje, catorce siglos antes de que Edmund Husserl planteara la fenomenología de la intersubjetividad, es el valor de la subjetividad trascendente. Conocemos el yo en el encuentro con el otro, que es a un mismo tiempo un reencuentro con lo primigenio de la condición humana. En tal sentido, resulta inevitable recordar la ya centenaria teoría de la simpatía de Scheler. Según esta, la sympatheia nos permite comprender al otro, pero puertas afuera de la dimensión ética del amor.
La simpatía, ciertamente, permite superar el inveterado solipsismo (solo existe la realidad percibida por el yo), pero implica el pathos (sentimiento) desligado de la ética. La sympatheia surge cuando sentimos de manera similar a como siente el otro. No en vano su etimología remite al significado ‘sufrir juntos’, y es el estadio matricial de la solidaridad. Ahora bien, la simpatía es problemática porque no está condicionada por la ética, sino por el ethos, entendido en cuanto que marca idiosincrásica (actitudes, hábitos y valores/antivalores con los que una sociedad se construye a sí misma).
Hay sociedades en las que domina un ethos tribal. En ellas es plausible escalar social, laboral o profesionalmente en función de ciertos vínculos familiares, personales o de poder. Son todo menos sociedades meritocráticas, pues la distribución de cuotas de poder/responsabilidad (según se lo mire desde las relaciones de poder o de servicio) se distribuyen conforme a ciertos tipos de simpatías.
Puesto que la sympatheia solo permite un conocimiento superficial y coyuntural del otro, supone ser una vía de autoconocimiento pobre. El encuentro con el carácter prístino de la condición humana en el otro se diluye en la relación simpática a tal punto que no alcanzamos a descubrir a plenitud la dimensión trascendente de la subjetividad. De hecho, se suele pasar de la sympatheia a la antipatheia con extremada facilidad, y con ello también cambia drásticamente la percepción de sí mismo. Rara vez la simpatía mira al otro como sujeto ético, más allá de verlo en tanto que objeto del pathos.
Es casi imposible alcanzar una subjetividad trascendente sin el punto de exterioridad desde el cual cuestionar el yo, pero ¿cuál sería ese punto para el hombre americano? Es una pregunta antropológica muy seria que aún sigue sin responder. En todo caso, el hombre común, sea venezolano, español o japonés, precisa de la otredad para dar cuenta de sí mismo. Lamentablemente vivimos un tiempo cuyo ethos hace cada vez más énfasis en el ser según, dejando de un lado el ser con.
El ser según es una trampa antropológica. Parece estar orientado a la trascendencia, pero es inmanentismo a secas. No hay en él nada que busque el hallazgo del yo en el otro ni el reencuentro con lo originario humano. Lo que importa es la promoción del yo. El otro es apenas un artilugio desechable que sirve a los intereses personales. La expresión más decadente de ello es la exacerbación del narcisismo digital en las redes sociales. En el fondo es la misma dinámica que impulsa las relaciones humanas en el interior de casi cualquier corporación o institución actuales.
El gran problema del ethos occidental es que no se plantea la alteridad como medida de la mismidad y mucho menos como fiador ético de la balanza entre el yo y el tú. Visto así, ambos quedan huérfanos y a la deriva en un océano de símbolos acomodaticios llamado cultura, desde donde se impone un ethos conforme a las estructuras de poder, a las que no les conviene la promoción humana de la alteridad. Asistimos a una escalofriante avalancha de avisos y políticas asistencialistas, pero al cabo del día un indigente muere en nuestra calle sin que hubiésemos sabido algo más de él que un simple apodo.
La mayor tragedia del existencialismo ha sido la abstracción del tú. La angustia existencial que supone elegir y responder ante la otredad —lo cual significa, en el fondo, optar por el otro— cobra matices desgarradores cuando Dufourmantelle decide echarse al agua para salvar a dos niños y pierde la vida, en una acción que une filosofía y existencia al concretizar el tú. Aquel día, la autora del Elogio del riesgo defenestró una larga tradición filosófica occidental centrada en el ser y optó por la ética del otro o, en todo caso, por una ontología de la alteridad, del ser con.
«Amable y fuerte», dos cualidades casi antitéticas. Así definía acertadamente la periodista Hélène Fresnel a la filósofa francesa Anne Dufourmantelle. El problema del tú concreto y la trascendencia de la subjetividad es que precisa del ser con, lo que supone pasar de la sympatheia al ἀγάπη (agápē, ‘amor universal’). El agapé fue concebido por los filósofos de la Grecia antigua como un amor universal (amor por la verdad y la humanidad), aunque también es el amor por el cónyuge (unido al eros, atracción sexual) y la familia. Así pues, la trascendencia de la subjetividad solo puede ocurrir en el marco del agapé, para lo cual hace falta un carácter ético (amable y fuerte, sin lugar a dudas).
Este amor por la verdad y la humanidad plantea dos presupuestos radicales a la subjetividad trascendente: la intersubjetividad, pues reconozco en el otro parte de la verdad que soy, y el amor en cuanto totalización del tú, ya que el otro me resulta conclusivo.
Solo si accedemos al otro de manera profunda —y no frívola como ocurre en la sympatheia—, en cada tú hallaremos un conocimiento intersubjetivo del yo, la belleza de la yoidad plural, noción éticamente más sólida que la tan manida nostredad, no pocas veces arrimada a manipulaciones ideológicas de sectores con demasiado interés en la colectivización y la anulación de la persona humana y su libertad.
El amor, por su parte, implica la totalización del tú. Cuando amamos, el ser amado nos concluye. No hay posibilidad de que seamos irresolutos si amamos verdaderamente. Esto es más que patente en la renuncia al ser amado por amor a él/ella. Por qué Kierkegaard renunció a Regine Olsen cuando más la amaba será por mucho un misterio. No solo la amó y permaneció célibe hasta el último de sus días, sino que Regine es, —quizás sin miedo a equivocaciones— la mujer cuya evocación más ha influido en la obra de un insigne filósofo moderno.
El amor es una suspensión de la muerte, lo mismo que el arte y el diálogo, puesto que son expresiones de la belleza, y esta es el sustrato más profundo de la subjetividad trascendente. La parte de verdad que el yo descubre en el tú —sin importar cuán dura sea— siempre entrañará la verdad como esplendor de la belleza (Pulchritudo splendor veritatis), una verdad que procurará rescatar al otro convertido por el ethos tribal en ser según.
En tal sentido, el artista lo es porque intenta restaurar el tú cosificado transformándolo en ser hacia, dotado de insospechadas posibilidades. El amante procura lo mismo, pero haciéndolo devenir en ser con. Finalmente, el homo communicans también va en la misma línea trocándolo en ser en. En otras palabras, la belleza en cuanto sustrato de la subjetividad trascendente supone que el yo reconozca de sí en el tú la posibilidad de un futuro (la belleza), de una compañía (agapé) y de un hogar (la palabra), que a su vez serán posibilidades metafísicas y éticas para otro yo reconocido en él.
Volviendo a la frase agustiniana que dio pie a esta reflexión, no cabe más que sorprenderse de su atrevimiento. Cuando el tú en cuyos ojos se mira el yo es Dios, todo cambia, pues se trata —como diría Martin Buber— de un tú eterno, un tú absoluto ante el cual la subjetividad trascendente hace que el yo reconozca no una parte de verdad sobre sí, sino la totalidad. Un tú en el que la belleza como futuro, el agapé como compañía y la palabra como hogar, en cuanto que posibilidades metafísicas y éticas del yo, son inagotables. Un tú que, siendo la medida más exigente del yo, nos convierte en quaestio… en una pregunta.
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