OPINIÓN

Memorias y confesiones

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

A Miguel Marcotrigiano, con doble gratitud.

Quienes me leen con alguna frecuencia sabrán de mi entusiasmo por la filosofía del idealismo alemán y por la poesía del romanticismo alemán y británico. Mis textos poéticos, y algunos ensayísticos, tienen esa textura, la del raro simbolismo inglés, la del gaseoso abstraccionismo alemán, pero había olvidado algo… algo esencial, atado a mi sangre: la pasión de la poesía española.

Hace treinta años, cuando estudiaba Letras en la Universidad Católica Andrés Bello, descubrí de la mano de magníficos profesores como Ernestina Salcedo Pizani, el padre Basilio Tejedor y Miguel Marcotrigiano aquellas obras extraordinarias en las que sentí que palpitaba mi propia identidad incardinada en aquella lejana península ibérica de mis mayores. Aquellos fueron años en los que estuve tan cerca de saber quién soy realmente… Y a golpe de timón giré en otra dirección y todo quedó en el recuerdo de los inocentes días escolares.

Con el impuesto retiro de la pandemia, han sido inevitables las horas de recogimiento en mi estudio leyendo, mucho más de lo habitual. Entre esas lecturas topé una noche con la que me había llevado a estudiar Letras: las rimas de Bécquer. Sí, en otra madrugada, el aquel último año de bachillerato, no dormí leyendo de punta a cabo sus rimas y leyendas, y al amanecer sabía que quería estudiar literatura y ser escritor. ¡Qué ingratitud la de quien olvida la mano que le ha dibujado el mapa esencial! Y sentí nostalgia de aquello que alguna vez fui y me habitó: la pasión. Me he vuelto esto que soy, símbolo y aire, lejano y sutil… casi inaccesible.

Por un giro del azar me dijo Miguel Marcotrigiano que dictaría un curso sobre la Generación del 27. Aquel profesor que —sin saberlo, solo por la pasión que ponía en aquellas, sus clases de poesía— me había rescatado de mi decisión por entonces de no escribir más poemas, ahora me volvía a ofrecer, de nuevo y sin sospecharlo, el golpe de borrasca que me regresaría a la esencialidad olvidada. Así que no dudé en apuntarme a su curso. Aunque suene a eslogan —Dios sabe de mi honestidad— ha sido una de las decisiones más afinadas que he tomado en mi vida, yo que suelo desafinar tanto en mi errático ejercicio de la voluntad.

A treinta años de distancia me reencuentro con una España que latía en las historias familiares, en mis memorias y en mis anhelos de alguna vez; con una poesía en la que bulle la pasión expresada con la fuerza del verbo profundo y siempre dispuesto a dar un revés inesperado; con una literatura en la que el dolor no se disimula con frases hechas de autoayuda, sino que se asume y se vive hasta la rabia, pero que se expresa con la dignidad con que solo pueden hacerlo quienes han aquilatado su valor existencial en el silencio más acendrado. Y he descubierto en estos últimos días que la soledad es la nostalgia del silencio por la palabra…

Yo, que vengo de la pluralidad sémica del símbolo, del delgado aire de la abstracción filosófica soplando por entre la hondura de los versos, encuentro a bocajarro —como tenía que ser— el ordenado ventarrón de la razón dicha con pasión e inteligencia avasallantes. No es la inteligencia solo de las cosas hondas, sino dichas, además, en un lenguaje que se gira sobre sí hasta ser otra posibilidad ontológica, como en el poema Si la voz se sintiera con los ojos, de Salinas; o en aquel otro de rabiosa brevedad de Augusto Ferrán, Pasé por un bosque y dije… Si algo me ha gustado siempre de la poesía española es esa terca voluntad de negarse a decir la tragedia con pacato adorno.

Ahora, con todo este equipaje de lecturas de las últimas décadas, regreso a mi esencia hispana, en el contexto del dolido país que me vio nacer y al que amo con el coraje con que solo se ama lo perdido sin dejar de estar en él. Todavía no sé qué saldrá de juntar símbolo, aire y fuego; pero lo que sea, seré yo más que nunca…