¿Qué es eso que tengo frente a mí? ¿Apenas una arruga geológica que llaman montaña? ¿Qué es? Estoy literalmente sentado al borde de un abismo. Bajo mis pies discurre sereno un precipicio de unos 800 metros, quizás. He llegado aquí por un camino de recuas abandonado, un camino adyacente a otro de tierra que transitan, a juzgar por las huellas de los cascos, caballos a cuyo lomo quién sabe qué historia con nombre y carnet de identidad —si acaso lo tiene— hace su viaje, mientras yo, asomado a este ojo del tiempo, miro este paisaje y tomo notas.
Lo primero en que pienso atisbando el despeñadero es que tal vez para otro, en mi lugar, sea la tentación del dejarse ir en la nada que olvida y diluye, pero ese no es mi mayor problema, sino la montaña, la inmensa montaña que yace frente a mí, la sagrada. La miro, y no soy ajeno al verde mustio de su fronda a pesar del sol en el cenit. Sé que ese triste tono del verde es el eco de algún esquilón del alma. Me dispongo a entender este garabato que soy leyendo la caligrafía del paisaje, mi reflejo en ese pergamino verdinal, cruzado por venas terracota y heridas del tiempo.
Es una montaña sagrada, ya dije. Lo sagrado está al centro de mi interioridad. Sé que de alguna forma extraña viajo de regreso hacia un algo sacro, donde todo dio inicio, donde yo apenas fui una génesis de temporalidad. Todas las líneas de esa masa geológica ascienden inevitablemente, sin esconder en sí la posibilidad de la caída. ¿Cuántas veces he caído a mis íntimos infiernos? ¿Cuántas veces más? Lo que en ese hondón se escribe tiene el aire de las horas que nunca serán medidas por vanidosos engranajes. El áncora que susurra el martillar del tiempo no existe allí y, sin embargo, la evanescencia es. Pienso esto y casi palpo las torrenteras de esa montaña: son heridas de un viejo deslave solo para quien las quiera ver… ¡Cuántas heridas que nunca estarán en los cristales de alguna ventana!
Y miro al precipicio. Uno nunca debe mirar al abismo cuando al alma la cruzan nimbos de otros tiempos. Miro al abismo. Abajo hay una planicie, la tierra baldía es allí, y esa llanura es también la superficie de otro tiempo del alma, uno en el que solo cruzaban sombras de nubes, sombras de otro cielo lejano. Si Platón hubiera mirado esto que veo justo ahora, habría dicho que la caverna no es el mundo, sino el alma, a veces…
La tierra baldía… y sobre ella, casi infinita, la montaña. ¿En su seno habrá un alma?, me pregunto. ¿Qué la habita en su aire hierático? Más allá, en su epicentro ontológico, ¿la montaña y yo somos un mismo ser en dos entidades? Quiero creer que sí, el ser del todo expresándose en una sinfonía de entidades. ¿Cuándo perdimos esta grandeza de sabernos uno en el todo? La miro. Ahora la montaña está en mí, y porque está en mí veo mi reflejo inmenso en ella. ¿Mi alma es eso? Una montaña sagrada en cuya oquedad habita lo ulterior.
Y más arriba, el cielo azul sin trazas que le invaliden su limpidez. En él no hay aquilones entonando su melancolía. Es un cielo sin las trazas ruinosas del tiempo, de los tempestuosos tiempos que me cruzan cada tanto. Mirar a lo alto supone siempre una incomodidad. Eso debería decirme algo. Es cómodo mirar abajo, pero no a lo alto, y menos después de cierta edad cuando las articulaciones del criterio se van haciendo rígidas. Mantener la salud articulatoria del pensamiento debe ser una de mis prioridades ahora, cuando tercio los cincuenta.
Miro este cielo tan distinto de la tierra baldía. Su limpidez no es estéril, sino fecunda, la promesa de que algo puede ser esperado, no sé qué, pero al mirarlo sé que no solo estoy sentado al borde de esta barranca, sino al borde de mi alma, en mi periferia ontológica, y que una vez más atisbo desde allí la llegada de algo que desate mis límites. Soy mi propia y más cuidada revelación, un misterio elusivo que crece con la levadura de lo que es incomprensible en mí y para mí.
Si el mundo es revelación, y es a su vez reflejo de mi alma, es también revelación en tanto que lo soy yo. Este paisaje, cualquier paisaje, es la clave hermenéutica para intuir, que nunca descifrar, el galimatías ontológico que soy. Quizá por ello venga tanto a su presencia.
El cielo azul. Raro color para un cielo. El azul es un color frío en la escala cromática. Se lo toma como símbolo de la razón. El cielo del crepúsculo y del alba me parece más honesto, fractura entre contrarios que pugna por unirlos, dorado fuego que transforma. El problema es que a veces tiendo a confundir el ocaso con el alba, pero eso no es asunto que ahora me preocupe demasiado, lo mismo que el abismo sobre el que floto. El cielo azul. Digo que podría ser el mar arriba, agitándose sereno sobre mi cabeza, dejando sus espumas en las playas de algún amanecer que me nombra desde la noche.
Y ahora que digo noche, ¿qué sería de mí si todo esto concurriera ante mi vista interior en cerrada penumbra? ¿San Juan de la Cruz, tal vez? ¿La noche de los sentidos? No sé.
Solo sé que nada de esto tendría sentido sin el sol en el cenit de la eternidad. Esa luz cenital está en mi eternidad interior dibujando el paisaje que soy. Por eso la siento, más que verla. Es la reflectancia de mi paisaje interior en este paisaje. Nunca veremos el mismo paisaje los otros y yo. Ni siquiera mañana, cuando regrese aquí, estará este mismo paisaje, evidencia de que algo en mí ya no será igual entonces. Esta luz soy yo hoy. ¡Qué intuición tan alta esta de saberme paisaje en el paisaje, uno en el todo! Pero ¿necesitaré venir mañana si este paisaje está en mí, si es mi reflejo? Creo que sí, no a reconocerme… A conocerme, a estrenarme y estrenar el nuevo nombre que mañana recibiré al despertar.
Miro el abismo, la tierra baldía, la montaña sagrada, el cielo-mar y el sol que escribe mi propia narrativa, y entiendo que conozco simbólicamente, que vivo simbólicamente, que me enuncio simbólicamente, pero que soy, paradójicamente, símbolo, pues este paisaje que veo es significante de mi paisaje interior, que siendo significado por este, me constituye en signo y símbolo. Entonces, soy yo, somos, símbolo de la belleza y sintaxis en la armonía de los espíritus.