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Margaret Watkins: belleza a partir de lo no estético

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The ‘objects’ are not supposed to have any interest in themselves —merely contributing to the design.

Margaret Watkins

 

The Kitchen Sink (1919), de la fotógrafa canadiense Margaret Watkins (1884-1969), es una fotografía impresionante (https://tny.im/M0C2). La imagen registra un fregadero con enseres sucios. El punto focal de la toma es una botella de leche, llena de agua y rebosante de espuma sucia. Delante de la botella están un plato y una taza desportillados, que no hacen juego entre sí, y puesta como al descuido la taza en del plato. A la izquierda hay una lechera —también discordante y desbordada de jabonadura sucia— y una brocha. Del lado derecho, un frasco de cristal delgado y alto con tapa. Estos seis elementos dibujan varios triángulos al centro de la composición. Todo el conjunto está dentro de un lavabo de peltre —propio de inicios del s. XX—, habilitado como fregador. A la derecha de este sobresale el pico de una tetera.

La fotografía fue tomada con un ángulo en picado y desde la izquierda del fregadero, causando que los bordes de este dibujaran un atractivo marco en diagonal al tiempo que otorgaban visibilidad a los enseres dentro de aquel. La luz blanda, también en picado, produce sombras de suaves tonos oscuros y contornos algo difusos. La composición ha sido tan cuidada que la sombra de la botella queda justo bajo el grifo, mientras que la del asa de la tetera dibuja una rara y difusa forma oscura. La tetera cortada por el borde de la foto pretende insinuar que se trata de una toma espontánea, pero sabemos que no lo es. Estamos ante una naturaleza muerta moderna meticulosamente planificada hasta en el hecho de que el conjunto central de la composición pareciera levemente desplazado hacia la izquierda.

En su conjunto, la imagen es desconcertante no solo por la inclusión de objetos cotidianos alejados del estándar de belleza, sino por el hecho de que el punto focal debe competir con el brillo metálico del grifo, la brocha y el pico de la tetera —que atrapan la atención del espectador inmediatamente después de la botella—. A pesar de ello, el magnífico balance en la gama de tonos casi blancos, grises y oscuros, intensificados por la impresión en paladio y aunado a una composición equilibrada, hace que la foto sea extraordinariamente armónica. Con elementos poco estéticos, Watkins logró una obra de arte que se hizo merecedora del segundo lugar en la Emporium Second Annual Photographic Exhibition (1922) de San Francisco. El premio, sin embargo, solo trajo zozobra a Watkins, quien hasta fue tema de un poema de parodia y escarnio en la revista Camera Craft.

The Kitchen Sink en particular —y la obra de Watkins en general— plantean algo fundamental en teoría de la estética: la trascendencia de los signos como parte de un todo. Para la fotógrafa canadiense, los objetos carecían de valor estético en sí mismos y se cargaban de este solo cuando se articulaban en el diseño de la composición. Más allá de los originales aportes que la crítica ha señalado, creo que Watkins fue pionera en la retórica de la imagen. Supo cómo construir una alegoría visual a partir de metáforas ópticas. Si miramos cada elemento por separado, no hay belleza. Esta surge en la confluencia de aquellos.

En The Kitchen Sink predominan los ángulos rectos, tanto en los triángulos de la composición central como en el grifo y el pico de la tetera, suavizados por las cuatro circunferencias que la perspectiva hace devenir en óvalos. El juego de sombras en contraste con el blanco del fondo no busca ninguna simetría y, no obstante, realza armónicamente la presencia de los objetos depositados dentro del fregadero. Por último, los elementos recortados por el borde de la fotografía (la sombra del grifo, la tetera y la esquina del fregador) tienen la finalidad de realzar la composición principal. Todo está dispuesto como levadura de la belleza.

La propuesta de Watkins pone el acento sobre una cuestión espinosa: ¿qué papel desempeña lo no bello —y hasta lo feo— en la belleza? Hay objetos que son hermosos en sí mismos. Quizás la tetera de The Kitchen Sink lo fuera. Nunca lo sabremos. Lo cierto es que la gran lección estética que la fotógrafa canadiense nos ha dado es que lo feo puede ser subsidiario de la belleza, siempre y cuando entre en armonía con la composición.

Si por razones históricas se viven circunstancias en las que la belleza parece un bien escaso, buscar el sentido de esta en la confluencia de realidades horrendas puede parecer un despropósito, pero quizás sea uno de los pocos medios para salvarse del horror. Cuando me inicié en la fotografía, llevé un día a mi profesor una foto en la que un carro viejo y desmantelado yacía cerca de la autopista. Varios compañeros de curso se burlaron. El docente, sin embargo, me preguntó que cuál era mi propuesta en la imagen, y yo respondí que el contraste entre obsolescencia y modernidad. Por eso había elegido poner el auto en perspectiva con el viaducto al fondo, e hice la toma justo mientras un perro orinaba el vehículo.

Aquella foto se perdió, pero aún conservo la recomendación que el profesor me diera en su día: «La belleza es un estado del alma». Siempre ha llamado mi atención —y lo seguirá haciendo— el hecho de que el alma pueda ser la sede y trono de lo bello. Si es así, y así lo creo, no habrá horror ni fealdad capaces de cimbrarnos… Watkins pasó en silencio y casi aislada los últimos treinta años de vida en Glasgow (Escocia), pero no renunció a seguir haciendo fotografías, que legó a un vecino suyo. Solo renunció a la fama que hoy precede a su nombre. Ella sabía, me parece, que la belleza nunca nos sobreviene en manada. Es individual e individuante. Y el silencio es a menudo otro de sus fermentos.

@JeronimoAlayon

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