Por Alejandro Álvarez Iragorry
La guerra es el mayor fracaso de la humanidad. Es la imposición de la voluntad y poder de unos pueblos o grupos de poder sobre otros, con un altísimo costo de vidas y destrucción.
Actualmente no hay ninguna razón ética para la guerra, sea esta entre países, como está ocurriendo en este momento en Ucrania, Siria, Yemen y República del Congo. Pero tampoco lo hay en los casos de las guerras internas contra minorías, grupos indígenas y migrantes como ocurre en muchas partes y también en Venezuela.
La guerra no sólo destruye vidas humanas e infraestructuras, así como arruina economías y medios de vida, sino también devasta ecosistemas y hábitats naturales.
Esto último no es una visión romántica conservacionista.
La destrucción del ambiente no sólo hace mucho más difícil la vida de los sobrevivientes y los sume en la pobreza, la enfermedad y el hambre, sino que impulsa el mantenimiento de los conflictos a largo plazo.
En la Declaración de Río de 1992 se lee: «La guerra es intrínsecamente destructiva para el desarrollo sostenible. Por lo tanto, los Estados deberán respetar el derecho internacional que prevé la protección del medio ambiente en tiempos de conflicto armado y cooperar en su desarrollo, según sea necesario».
A la vista de la situación actual, esta argumentación es peligrosamente insuficiente. No sólo acepta la inevitabilidad de la guerra, sino que remite sus daños a la construcción de un futuro sostenible. Es claro que, al inicio de la segunda década del siglo XXI, la guerra no sólo afecta al desarrollo sostenible, sino que acelera todos los procesos de destrucción ambiental que ponen en peligro el futuro de la humanidad, desde la aniquilación de la diversidad biológica y el aumento de la contaminación, hasta el cambio climático.
Además, la guerra niega la necesidad ética de considerar la naturaleza como un componente fundamental de nuestro planeta, que es valioso por sí mismo, que debe tener derechos, al igual que los humanos y por lo tanto debe ser protegido también de los conflictos armados y sus horrores.
Por todo ello, la guerra debería ser considerada como una forma de ecocidio, es decir, como un crimen contra la humanidad.
Los conflictos bélicos actuales no son situaciones que desde Venezuela podemos ver en la lejanía, nos tocan y afectan muy cercanamente. No sólo porque vivimos en un mundo globalizado, sino porque los bandos en pugna, y sus intereses, actúan en el país y nos sumergen en sus lógicas de violencia, saqueo y sumisión.
Por todo esto, repudiamos todo acto de guerra y a quienes los propulsan.
Rechazamos la idea de un mundo ya no unido por la defensa de los derechos humanos, la democracia, la protección ambiental, la cultura, la ciencia, y la búsqueda de economías justas y sustentables, sino por las lógicas salvajes de la guerra que ponen en peligro el futuro de nuestras sociedades.
Exigimos el fin de la guerra. De todas las guerras.
Trabajemos por la paz. Paz entre los humanos y también con la naturaleza.
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