Casi siempre el silencio es una contingencia polisémica. La muerte y la locura, lo sabemos, no tienen texto posible, ¿pero son afasia textual? Justo antes de morir, Hamlet decía: «El resto es silencio». Nos enfrentamos con cierta solvencia intelectual a las palabras, sin embargo, la mudez nos plantea no pocos problemas. Me parece apropiado poner esta cuestión en una perspectiva relativamente moderna, la de Heidegger, quien entendía el silencio como la máxima posibilidad expresiva de la palabra. Por tanto, aquel es una presencia y no una ausencia.
Verbo y silencio son ontológicamente complementarios y equiparables entre sí. Uno es la alteridad del otro, y ninguno se realiza en sí mismo. Por ello George Steiner diría en Lenguaje y silencio que «si el silencio hubiera de retornar a una civilización destruida, sería un silencio doble, clamoroso y desesperado por el recuerdo de la palabra». Cincuenta años después podríamos enmendarle la plana a Steiner diciendo que si la palabra llegara a una civilización sobremoderna, sería una palabra desesperada por el recuerdo del silencio.
La ausencia de discurso es una posibilidad semántica sin límites. Mientras es posible dar con la palabra precisa, el silencio acertado es casi irrealizable y, a su vez, solo cobra sentido desde el logos enunciado. Mucho se ha escrito, por ejemplo, para dar algún significado al mutismo de Jesús ante Pilato. Quizás pocas frases hayan despertado tanta curiosidad filosófica como aquella con que cierra Wittgenstein su Tractatus Logico Philosophicus: «De lo que no se puede hablar, es mejor callarse». Si los dilemas filosóficos son, según entendía Wittgenstein, problemas de lenguaje, el silencio que concurre en ellos es aún más problemático.
Ciertamente el mundo es una construcción lingüística y, por tanto, el lindero del logos explícito marca su límite, pero los textos del silencio hacen que dichos confines se vuelvan evanescentes. La sentencia final de Hamlet no habla de la simple ausencia de palabras tras la muerte, sino de su posible equivocidad: la nada discursiva está poblada de múltiples sentidos. Cuando la realidad se me revela, inmediatamente aparece claro y preciso su contorno, hasta que la supresión de todo lenguaje hace factible que aquella se exprese en una polisemia solo interpretable desde el silencio hermenéutico, esto es, aquel que nos permite escuchar y entender lo no dicho.
La expresión más citada de Wittgenstein es una auténtica tragedia: «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo». Yo entiendo el asunto en otra perspectiva: los confines de mi mundo son las fronteras de mi silencio. Más allá del verbum, es el silentium el lindero de mi cosmos, puesto que constituye un aura polifónica de la palabra, una factibilidad polisémica que le es extraña al verbum, y sin la cual este no alcanza su realización. De la consustanciación entre verbum y silentium nace el tacitum, un tipo de silencio que podríamos entender como lo no dicho de lo dicho.
Deberíamos aclarar que en latín silentium se deriva del verbo silere, que quiere decir callar, en tanto que tacitum proviene de tacere, cuyo significado es callarse respecto de algo. Por consiguiente, el silentium es lo no dicho mientras que el tacitum es lo no dicho de lo dicho: un silencio indiciario, oblicuo, metafórico.
Llegamos entonces al discurso literario, que no es otra cosa que el alféizar desde donde vislumbramos el silencio poético. La literatura es un anhelo del tacitum. Lo dicho es una máscara que es preciso retirar para asistir a la revelación de lo no dicho, y cuya escucha se nos impone desde el silencio hermenéutico, sin el cual no es posible cruzar al otro lado, a la alteridad del lenguaje. Podríamos decir que la literatura es un viaje hacia el silencio, más propiamente, hacia el tacitum de la poiesis, ese espacio ocupado por la epifanía de lo no dicho, ese fulgor indicioso en medio de la nada polisémica.
Para mí, ese viaje está claro en el poema El muro, de Fernando Paz Castillo. En sus versos, el poeta caraqueño nos da la dimensión exacta de su cosmovisión en palabras. Estas evidencian en determinado punto una silueta diáfana de la corporeidad intelectual del escritor, hasta que llegamos a la octava tirada:
¿Morir?…
Pero si nada hay más bello en su hora
–frente al muro–
que los serenos ojos de los moribundos,
anegados por su propio silencio…
Surgen entonces los textos del silencio. La estrofa nos obliga a callar, a escuchar la otredad del lenguaje, a interpelar la máscara porque sospechamos debajo de ella un fulgor polifónico que las palabras no son capaces de otorgarnos. La presencia pasa de esta forma a estar bajo el amparo de la ausencia: es una presencia invocada. Cuando finalmente somos herederos de la invocación, logramos intuir el tacitum del poema y comprendemos, de un modo casi místico, que el muro marca la distancia entre la muerte y el morir, que no son las palabras quienes nos revelan el mundo, sino el tacitum que se abre espacio en medio de ellas volviéndolas portentosas. El resto es silencio.