OPINIÓN

Los logicidas

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

¿Qué es lo que perdemos con la muerte de un ser querido? ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de su ausencia? Cada vez que entablamos una relación humana, se entreveran ambos seres, la mismidad y la otredad, de un modo exclusivo. De alguna manera, los otros son el humus en el que enraizamos una parte irrepetible de nosotros, y con su partida quedan las raíces expuestas al aire… prestas a secarse. Un mundo singular de resonancias humanas se apaga de pronto y donde antes había sonido queda el silencio. El asunto del trance final de los que amamos no es la soledad, sino la mudez que habita en el centro de aquella… la eterna afasia de una voz única en todo el arco de la humanidad.

En consecuencia, buscamos revivir los textos del ayer, algún indicio preterido de aquella voz que ya no es capaz de producir nuevas expresiones. Aquí está el trono de la desolación: la cesantía del discurso inédito es la verdadera muerte. Por tanto, conviene vivir de manera tal que, tras el último día de existencia, sean otros los que pongan verbo a nuestro mutismo póstumo. He conocido personas humildes detrás de cuyo deceso se alzó una nube tal de palabras que podría decirse que seguían hablando aún muertas, como la cabeza de Orfeo a la deriva en el río Hebro.

Los textos de la muerte… ¿son posibles? Personalmente creo que el sentido de la vida está en vencer todos los modos del morir, incluido el postrero, y para ello es necesario llenarlos de discurso. Sin duda este es el más alto cometido del lenguaje:perpetuar nuestra vitalidad. Morimos toda vez que muere la esbeltez de las palabras. Para aquellos cuyo empeño existencial no es otro que el exterminio del pensamiento y su expresión verbal, podríamos permitirnos la licencia de emplear el neologismo logicida. Los logicidas son asesinos del verbo, y son ellos quienes aniquilan la esperanza humana… no la tumba. La muerte poco puede contra el hieratismo de un lenguaje forjado durante una vida… Por el contrario, ella podría con inusitada fuerza pronunciar cada vocablo de cada fenecido en un modo tal que nadie más alcanzaría a hacerlo con semejante autoridad. Son los textos de la muerte.

Abro un paréntesis para acotar que la correcta construcción de este neologismo no es logocida, sino logicida. Hago la aclaratoria en orden a un tan brillante como visionario ensayo de José Guilherme Merquior titulado «El logocidio occidental» (1989), publicado en el N.o 149 de la revista Vuelta, fundada por Octavio Paz. La razón por la que logocidio y logocida no pueden ser neologismos etimológicamente bien derivados del latín es porque no obedecen al uso compositivo de dicha lengua.

La partícula latina-cida proviene del verbo caedo («matar») y significa «exterminador, matador» de aquello significado en la raíz. Por tanto, esta terminaba en -i- fungiendo de genitivo (incluso si desinencialmente no correspondía) para que el valor semántico fuera «exterminador de«, así: homicida («exterminador de un hombre»), regicida («exterminador de un rey») y logicida («exterminador de la razón o el discurso»). Ahora bien, el sustantivo logos hace el genitivo por la 2.a declinación en logi, casi del mismo modo que coniux («cónyuge») construye el genitivo por la 3.a declinación en coniugis, de donde se deriva conyugicida, preservando el carácter fricativo del fonema /-g-/. Así pues, debe mantenerse en logicida el rasgo fricativo de dicho fonema, pues no hay razones etimológicas para volverlo oclusivo (como es el caso de logocida).

Retomando el hilo, la muerte habla cada vez que alguien recuerda póstumamente las palabras del fallecido. Los textos de la muerte son los del occiso en boca de los vivos. ¿Acaso pueda imaginarse mayor victoria del verbo sobre la oscuridad mortal? La anábasis verbal es el imperio imbatible de la vitalidad discursiva. ¿Si no, cómo entender la supervivencia majestuosa de los fragmentos de Heráclito o de los poemas de John Donne?Este último no publicó en vida, pero su voz fue atesorada por sus amigos y su hijo John, y la ascendieron hasta el luminoso sitial que le confiere a Donne ser el más relevante poeta metafísico inglés.

El 4 de abril de 1968, una bala en la garganta de Martin Luther King puso fin a su vida e intentó silenciar para siempre su voz. Es apenas un símbolo del ideal logicida, pero también de su sandez… porque el verbo de aquel pastor cobró con la muerte una gracia de inmortalidad tal que nunca más podrán acallarse sus palabras. Esa es la torpe ilusión de los logicidas: creer que las balas, las sentencias y toda clase de fraudes pueden ser el sarcófago del lenguaje.

Los logicidas más peligrosos, sin embargo, no son los que disparan contra las palabras, sino aquellos que pretenden corromper las ideas. Hay algo infinitamente más temible que un fusil: la lepra del pensamiento. Vivimos tiempos en los que el exteriorismo y el emocionalismo narcotizan el logos en tanto que raciocinio y en cuanto que razón de ser. Los argumentos y el sentido existencial parecen menos relevantes en el discurso que figurar con una lencería sexy de emociones exacerbadas. Así pues, la verdad es una obsolescencia fácilmente reemplazable por la posverdad.

Ciertamente, a todo desarrollo del logos corresponde alguna dosis de pathos («pasión»), pero cuando este dictamina la substancia y materia de los modos y expresiones de la razón, estamos ante un logicidio, pues donde grita el pathos calla el logos. Uno de los acuciantes problemas de nuestra sociedad es ese, precisamente, el de la cultura de la protesta. Llenamos plazas y calles de gritos y consignas. Luego, sin embargo, falta la propuesta. Aquella solo requiere de bulla, esta de silencio, y uno tal que haga necesario el ejercicio de una inteligencia del sigilo que procure cambios definitivos.

¿Qué es lo que perdemos con la muerte de un ser querido? La posibilidad del sigilo inteligente —que es crisálida de un verbo robusto—, la seguridad de que nunca será relevado por un mutismo ñoño y estéril. Así, en la muerte de cada persona cercana, no solo preguntemos, como Donne, «¿por quién doblan las campanas?», sino ¿a quién señala el silencio? Ya sabemos que las campanas repicarán por nosotros. Ojalá que la muerte silenciosa y oscura no nos inculpe de logicidas… llegado el momento de la palabra.