Cuando Jorge Mario Bergoglio llega de Buenos Aires para participar en el cónclave convocado por la renuncia del papa Benedicto XVI resuenan en Roma y en la Iglesia, especialmente la occidental, las preguntas que en el sínodo sobre «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana» se habrían de abordar en octubre de aquel año 2012. Todas estas cuestiones podríamos resumirlas en esta: ¿cómo evangelizar en la actual situación de nuestra sociedad? El elegido papa Francisco hace suya la inquietud y ofrece su experiencia vivida en Buenos Aires y también en el encuentro eclesial celebrado en Aparecida. Desde entonces, su pontificado ha querido abrir un proceso impulsando una gran corriente eclesial. Ésta arranca en la alegría de haber experimentado la misericordia que moviliza; la Iglesia es invitada de nuevo, como en la Pascua primera, a salir a evangelizar, pero ahora en este momento de grandes transformaciones de todo tipo. Ha de hacerlo como pueblo peregrino entre los pueblos y en permanente misión. Esta no se realiza, en este momento de la historia, desde el poder, sino desde el testimonio que encarne la dimensión social del ‘kerygma’ (el mensaje central de la Fe cristiana) en la vida comunitaria y en el servicio fraterno a los empobrecidos de cualquier clase o condición. Es vida y misión en permanente discernimiento del paso del Señor por la historia y del descubrimiento de su voluntad; para ello ha de poner los ojos en la realidad, más importante que las ideologías, del rostro de los pobres, en la crisis demográfica, en la economía que mata, en la ‘guerra mundial a trozos’, en la contaminación ambiental, como altavoces concretos de la llamada a ofrecer la misericordia que restaura la dignidad herida y contribuye al bien común. Para salir la Iglesia ha de abandonar la autorreferencialidad y la mundanidad espiritual y experimentar una conversión pastoral que convoque a todos los bautizados a participar en la comunión y misión de la Iglesia.
En estas horas reconocemos la sorprendente aportación a nuestra vida eclesial del Papa venido del sur, con el amor de Jesús en su corazón y la solicitud por anunciar el Evangelio a los pobres en cada palabra y en cada gesto. Resuenan la invitación a la alegría como fuerza movilizadora para ser Iglesia en salida, que pide la conversión pastoral para vivir una comunión misionera que acoja a todos, todos, todos para ofrecerles la misericordia del Señor. Jóvenes y familias son ámbito privilegiado de su anuncio, que nos hace gritar «somos hermanos» y reconocer el don de la casa común regalada por quien es Creador y Padre.
Francisco ha sido un Papa «católico». La afirmación puede parecer una obviedad, lo afirmo en el sentido de «poner en relación», con una perspectiva integral e integradora, aspectos centrales de la pretensión cristiana y de la vida social. Ha unido fe en Cristo, Hijo de Dios Creador y Padre y permanente manantial del Espíritu Santo («kerygma» trinitario), con la visión de la persona (antropología), la administración de la casa común (economía y ecología integral) y la organización de la convivencia de la familia humana (política), en un camino histórico hacia la plenitud de la vida eterna. Los análisis políticos e ideológicos, tan dados al fragmento y al corto plazo, han separado lo que Francisco quiere unir, dando pie a tantas interpretaciones parciales o interesadas de este pontificado.
Es cierto que un Papa venido del sur, con aroma evangélico franciscano y estilo de gobierno ignaciano, ha desconcertado a muchos, dentro y fuera de la Iglesia, para utilizarlo como bandera a favor o en contra de la propia causa. Su amor indiscutible a Cristo y el reconocimiento de su presencia en los pobres, en quienes el Señor realiza un juicio de la Historia, es su principio y fundamento, al mismo tiempo que su horizonte de esperanza es el encuentro vivo con la misericordia de su Corazón en la que se realizará la justicia nueva tan anhelada. Esos dos latidos impulsan la fuerza apostólica del papa Francisco y sus acentos pastorales encarnados en palabras y gestos que no nos han dejado indiferentes, que nos han alentado y llamado a la santidad. El papa Francisco anunció el Evangelio con su palabra acompañada de la fuerza de sus gestos. No podemos olvidar su cercanía a los refugiados y migrantes en su viaje a Lampedusa, el primero de su pontificado, y en su visita a la isla de Lesbos. Recordamos su cercanía a los enfermos y sus visitas a las cárceles. Nos impresiona aún la oración del 27 de marzo de 2020, en los días inciertos de la pandemia, en la plaza de San Pedro vacía. Reconocemos su compromiso por la paz, la fraternidad y el desarrollo humano integral, o el cuidado de la casa común, involucrando a otras iglesias y confesiones cristianas, a otras religiones y a líderes mundiales, creyentes y no creyentes. Hubiéramos querido acogerle en España, Canarias le ha esperado hasta el último momento, pero agradecemos sus numerosos viajes apostólicos, en los que dio prioridad a las periferias y llamó a la reconciliación. Cómo nos espolean sus gestos de acogida a la vida naciente, impulsando los matrimonios abiertos a la vida y bendiciendo a las madres en espera. Tampoco olvidamos el tiempo dedicado a escuchar a las víctimas de abusos sexuales y todo lo que hizo para erradicar esta plaga de la vida de la Iglesia.
Luis Argüello es arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española
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