El reloj marca los minutos…
pero ¿y la eternidad?
¿Qué marca la eternidad?
Walt Whitman, Canto a mí mismo, XLIII.
Imaginemos que por alguna razón hemos logrado saber, con décadas de antelación, la fecha de la propia muerte. ¿Qué cambiaría en nosotros? Nuestra relación con el tiempo, primordialmente, porque lo dotaríamos de significado. En otras palabras, tendríamos una aguda conciencia de su paso y, en consecuencia —puesto que no se trata de algo cuyo flujo controlemos—, de la administración de la voluntad en su decurso. El problema de la temporalidad tiene importantes implicaciones volitivas.
Al dar un significado al tiempo se lo otorgamos a todo cuanto esté en él, incluida la muerte y el morir, que son categorías temporales, es decir, les damos un logos, una razón de ser. A menudo vivimos como la flecha que tiene alguna noción del arco del cual partió, esto es, de su inicio, pero ignorando su origen, término y destino. ¿Se puede llevar una vida así? La mayoría lo hace. Hay, no obstante, una posibilidad de plantearse las cosas desde otra perspectiva, para lo cual es preciso abandonar los aburguesamientos existenciales y problematizar la existencia. ¡Vivir!, sin más, con una conciencia en permanente vigilia.
Dicha vigilia tiene necesariamente que darnos un primer sentido de la valía del tiempo, de modo tal que ocupemos el decurso temporal fecundamente. Quien posee tal conciencia no lo desperdicia. A tal fin conviene entender el problema de la presencialidad, un poco en clave agustiniana, como un punto de fuga entre la memoria y la ilusión, entre el ayer y el mañana, solo que personalmente sí creo en la existencia del presente, aunque esta sea evanescente.
Todo cuanto hacemos ocurre en presente. Del resto, será recuerdo o ensoñación, pasado o futurible, pero nunca ser actual. Cuando alguien me pregunta qué tengo para ofrecerle, le respondo que, en primer lugar, mi tiempo, que es lo más valioso que poseo. Ello supone ocupar cada momento presentáneo con la mirada puesta en lo que fecundamente producirá, pues de eso se trata, de polinizar los instantes. ¡Triste el presentismo estéril!
La vida puede ser un sinfín de cosas, pero es lo que te ocurre ahora. Un valor trascendente de la misma es, precisamente, apreciar el momento actual, pues en él es donde logramos construir eso que de una manera vaga definimos como «mi vida». Ciertamente los recuerdos y planes forman parte de ella, aunque no de modo presentáneo, pero son los hechos actuales los que hacen posible poder recordar o proyectar, dado que en un caso miramos desde el instante presente hacia atrás y en otro hacia adelante.
Ahora bien, para dotar a dicha presencialidad de un logos, esto es, de un sentido, debemos tener conciencia de mucho más que solo el arco del que hemos sido disparados. Conocer apenas el inicio del viaje es muy poco insumo para construir una razón de ser del instante. Es necesario, por tanto, saber el origen, término y destino de nuestra existencia.
No siempre tenemos claro el origen de nuestra existencia. Sabemos que provenimos de determinada familia, pero ignoramos el cúmulo de implicaciones históricas que nos arrojan a cada presente. Si me detuviera a pensar que el acto en el que escribo este artículo para El Nacional —y no para otro diario— está condicionado por una cadena de acontecimientos que tiene su origen mucho más allá del día de mi nacimiento —y no solo en el inicio de mi vida—, entendería mejor el sentido de este preciso momento.
Otro tanto sucede con el término y destino. El sabio diseño biológico de la vida no nos permite saber a ciencia cierta el día en que aquella acabará. Ni siquiera en los casos en los que se espera la muerte por algún padecimiento de salud deja de ser un hecho sobrevenido. A pesar de ello, es posible proyectar la existencia en el mundo y en los otros después de ese punto final y dotarla de un sentido. El destino es mucho más que el fatum griego.
Ahora regresemos al instante en el cual somos y estamos, en el que el ser es actual, y pensemos en sus implicaciones pasadas y futuras. Es evidente que no podemos hacer este ejercicio en cada nimiedad de la vida, pero sí en determinados acontecimientos en los que nos podamos interrogar por su flujo lógico-temporal. Lo ilógico es realmente i-lógico porque carece de logos, de una razón de ser, y rescatar dicho carácter supone trazar la parábola que une origen y destino, el primero definido por nuestros ancestros y el segundo por nosotros, por tanto, hay un compromiso volitivo facultado por el libre albedrío.
Ubiquémonos en esta perspectiva replanteándonos la hipótesis del comienzo de este ensayo. ¿Qué cambiaría si, uniendo origen y destino en mí por medio de la parábola del logos, supiese la fecha de mi muerte? Ciertamente, y de nuevo, nuestra relación con el tiempo, solo que de un modo diferente, pues inicio y término definen la existencia, pero el origen y el destino establecen un logos de trascendencia humana, un sentido de pertenencia al fecundo flujo de humanidad que sobrepasa los simples límites del nacimiento y la muerte.
En este punto entra en la ecuación la otredad. Solo puedo dotar de sentido el momento actual si lo pongo en la perspectiva de los otros. Esta es, sin duda, una llamada de atención a quienes creen que la trascendencia es nada más que espiritual y se construye apenas de cara a una divinidad, pasando mediocremente por el que está a mi lado. Lo trascendente también es humano e implica al otro, lo cual supone cargar sobre el presente mi logos incluyendo a aquel. Así pues, el prójimo es esencial en la personal construcción de una razón de ser vital, aún más en nuestro viaje a lo eterno.
¿Qué cambiaría si supiera la fecha de mi muerte? Mi relación con los demás. Pero… ¿acaso no habíamos dicho que lo que cambiaba era el modo de relacionarnos con el tiempo? Precisamente… Los otros son el tiempo que me ha sido otorgado, una magnitud reticente a ser medida por la vanidad de los relojes.
@Jeronimo_Alayon