OPINIÓN

La textura ontológica del exilio interior

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

No todos tienen un exilio propio.

Mario Benedetti

Hay una diáspora que se habita sin traspasar la frontera del suelo patrio: la de quienes —sin importar si emigraron o no— cruzaron el lindero hacia sí mismos. Su éxodo es menos cuantificable porque es más discreto. El exilio interior es una condición disidente no solo con una inmediatez circunstancial, sino con el mundo. Quizás comience cuando un régimen opresor dibuje bardas al pensamiento, pero en algún momento trasciende esta condición para cifrar en esa pasajera incomodidad un malestar más duradero: el destierro de una época y su sistema de valores. El exilio interior es un asunto más temporal que local. Quienes lo vivimos seremos siempre exiliados… sin importar dónde.

Con frecuencia me pregunto por la textura ontológica de mi exilio interior. ¿Cuál es su razón de ser, su logos? ¿Cuál la lógica que rige sus premisas? ¿Cuál su ser y cómo se actualiza en mi entidad e identidad? Son preguntas para las que hallo respuestas aún vagas, evanescentes y hasta contradictorias, pero siempre he creído más en la altura de las preguntas que en el acierto de las respuestas. De hecho, conseguir las soluciones precisas significaría, de algún modo, el término de dicho exilio, el regreso a Ítaca. Por ello, quizás, mi terca alusión a la noche y a la niebla como sagrarios del misterio que guardan la luz… No hay exilio interior sin esta intuición del fulgor custodiado por el enigma, sin atravesar el temblor del sigilo.

La dualidad, por tanto, es una seña cardinal de todo éxodo interior, un gigante péndulo que, con nuestro nombre, oscila entre la alborada y el crepúsculo, entre la claridad y la penumbra, hasta que sea posible que ambos, alba y ocaso, sean una sola luz… sin noche. En este sentido, siempre veré algo profundamente humano en Orfeo. Por amor desciende al Hades asistido solo por su lira. No porta espada ni arco: su arma es la belleza. Y desde esa temible oscuridad asciende como una flecha de luz procurando la resurrección de la amada. No hay en él ni una sola gota de vanidad, solo amor. Esa es, precisamente, la luz que abriga el misterio, y hay que tener el coraje novalisiano de cruzar la noche para alcanzar el Sol Invicto.

Y ahora cuando mi lenguaje se torna alegórico, es propicio decir que he comprendido que la lógica que rige el exilio interior no es otra que la simbólica. Quizás mi mayor ruptura con el tiempo que vivo sea que ha preterido la grandeza del símbolo. Todo tiene un fundamento simbólico, puesto que el ser se manifiesta creando lenguajes. Conocer el símbolo requiere de una particular epistemología que se distancia de aquella que solo relaciona signos y realidades, pues supone una temporalidad de la que se halla emancipada el símbolo, cuyo tiempo es la eternidad. Por consiguiente, la lógica del símbolo no es otra que la de la misma eternidad que lo rige. Acercarse al símbolo como simple mediación humana constituye una visión anémica de aquello en cuya contemplación se hacen una misma cosa el ser y el saber.

Yo vivo en permanente perplejidad ante el prodigio que me sobreviene de continuo. Hay que mirar como niño para descubrirlo. Está en la crisálida vacía que me habla del silencio que se hace color volátil. En la épica del caracol que tarda treinta y dos horas en cruzar mi jardín. En el ave cuyo canto confundo con la voz de mi hija llamándome cuando no estoy en casa. En el colibrí que zumba a medio metro de mi rostro batiendo sus alas cincuenta y cinco veces por segundo mientras pienso que su canto, perfectamente audible para alguien como yo —con hiperacusia—, debe ser el último trino de la vida que vuela a lo eterno. En todo hay un símbolo poderoso que nos llama por nuestro nombre… solo si no estamos preñados de excesos lógicos y tenemos la visión imaginaria de la que hablaba Milton en su Soneto XXIII.

Hablando de estas cosas alguna vez se me ha recriminado cierta soledad pagada de sí misma. Creo que quien diga esto no ha entendido nada y quizás le venga bien leer un poco a san Agustín, santa Teresa, san Juan de la Cruz y fray Luis de León, por decir unos pocos pero suficientes.

La soledad de quien habita su exilio interior es innumerable y plural: en ella está la humanidad, y quizás nadie lo haya expresado mejor que José Antonio Ramos Sucre en su Elogio de la soledad: «Los dolores pasados y presentes me conmueven […]. Tomo el periódico, no como el rentista para tener noticias de su fortuna, sino para tener noticias de mi familia, que es toda la humanidad. No rehúyo mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello». Y concluye su poema hablando del alma del solitario cuyo «espíritu era tan sensible, que podía servirle de imagen un lago acorde hasta con la más tenue aurora, y en cuyo seno se prolongaban todos los ruidos, hasta sonar recónditos». Quien crea que la soledad del exilio interior es acomodaticia, estoica y narcisista… ¡no ha entendido nada!

El exilio interior es una condición recurrente de los espíritus libres. Si bien no todo espíritu libre se exilia en su íntima eternidad, todo exilio interior presupone la prerrogativa de la libertad espiritual. Quien decide iniciar el viaje hacia los confines de la ciudad interior se ha emancipado de los broches autoritarios, especialmente de los que atañen a un modo de pensar y conocer y, por tanto, elige soberanamente una racionalidad y un logos desde los cuales vivir. Es por ello que suelo hablar de la Cartago interior, dado que no pocas veces debemos defender dicha interioridad de asedios y asaltos voraces.

Para concluir, se equivocan también quienes creen que el exilio interior es acinesia, pasmo de la volición. Olvidan que Cartago tuvo un Aníbal que cruzó la península ibérica, los Pirineos, media Europa, los Alpes y entro a la propia península itálica a desafiar el poderío de Roma durante dieciséis años. Nunca nadie sabrá en qué Cartago interior se gesta un Aníbal.

@Jeronimo_Alayon