Estaba el poeta Paul Valéry en una fiesta de sociedad cuando fue requerido por una dama para que le obsequiara un autógrafo; aquel abrió la cartilla de rúbricas de la aristócrata al tiempo que le preguntaba cuál de sus libros había leído; habiendo recibido por respuesta un rotundo «ninguno», pasó un rato garabateando palabras que, bajo el rótulo «tarea», no fueron otra cosa que la lista de sus obras publicadas.

Al margen de que la anécdota sea cierta o falsa, hay en ella aspectos que son frecuentemente reales, incluso hoy; siempre se ha hecho el rendez-vous a los escritores, pero ahora parece haberse exacerbado con el auge de los mass media. En ocasiones, pareciera que interesan más la venta de ejemplares, likes, entrevistas y eventos sociales que la posible trascendencia estética de una obra. También es común que no se hable con la debida asiduidad de los problemas técnicos o filosóficos de la escritura como de su difusión o de la atención que aquella concita en determinados medios.

La tarea del autor es escribir y la del lector leer, así como la del crítico es juzgar el valor literario de la obra y la de editores y libreros divulgarla; sin embargo, las cosas no están ya tan delimitadas, de modo que se puede ver al escritor haciendo mercadeo y escribiendo la reseña de la tapa posterior de su propio libro. Todo ello ha contribuido a enrarecer —y no poco— la atmósfera de la producción literaria.

Se nota de inmediato cuando un escritor trabaja concienzudamente los problemas filosóficos y estéticos de su propuesta literaria: afanarse con los engranajes del propio proceso estético de creación pone el acento en la producción textual. Dar sentido al quehacer literario guarda relación intrínseca con esto; lo demás es accidental o incidental, según como se lo quiera ver; al definir el autor las coordenadas ontológicas de lo que hace con las palabras, se facilita la realización material de una obra estéticamente coherente y cohesionada.

Desde esta perspectiva, la escritura no es apenas un proceso creativo, puesto que podría ser también y principalmente un viaje iniciático, una búsqueda personal orientada hacia algo que está incluso más allá de las palabras y los lectores; por supuesto, no toda interrogación estética es ni debe ser ineludiblemente una expedición ontológica… solo si el autor experimenta la necesidad de convertir en peregrinaje su propia creación artística.

En tal situación, los parámetros de la creación literaria son a un mismo tiempo las coordenadas de un viaje interior que no siempre da cuenta de sí sobre el papel. En ocasiones se trata incluso de una indagación mística que apenas trasluce una parte de sí en la obra; tales fueron los casos de Novalis, Blake, Yeats, entre otros. No estamos hablando de la representación poética de un periplo íntimo al estilo de la que hizo, por ejemplo, santa Teresa de Jesús en Las moradas, sino justo de lo contrario: la asunción de una estética en cuanto que vademécum de un viaje espiritual… el arte como vía —personal, íntima y confidencial del escritor— hacia algo trascendente.

Hay autores para todo, y eso está bien; los hay de salón o corrillo, de redes sociales o bibliotecas, de encierro a cal y canto o de cafés, de escribir para brillar o de brillar para escribir; a fin de cuentas, en nada se distingue el gremio de los escritores de otros. Cada cual debe hacer su tarea, en definitiva, para que el lector pueda dar cumplimiento a la suya. En cualquier caso, eso sí, unos y otros, al final del día, tendrán que hallar su lugar ante el texto, del mismo modo que uno se pregunta quién es cuando ha cruzado un límite de la existencia…

Quizás en aquella lista de Valéry —más que libros— estaba un catálogo de esfuerzos, esto es, de empeños en dar a los lectores un punto de encuentro; a fin de cuentas, eso también significa en francés la expresión rendez-vous. Una obra literaria, en resumidas cuentas, es un espacio en el que nos citamos con alguien más para iniciar un viaje que Kafka no tuvo reparos en definir como «una expedición a la verdad». Justo allí comienza la tarea…

 


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