Una persona a menudo termina
por parecerse a su sombra.
Rudyard Kipling
Todos tienen una sombra, que es la consecuencia de la resistencia que ofrecen los cuerpos opacos al paso de la luz; y casi todos tienen una sombra ontológica, que es producto del grado de traslucidez interior. Estas líneas no tienen por qué ser leídas con subordinada atención porque apenas han sido pensadas/escritas en voz alta; son solo eso: un muy personal pensamiento que escapó de su prisión de neuronas… el sonido de una vieja sombra.
Hay seres de una opacidad tal —forjada bajo el martillo de las tristezas y decepciones— que absorben todo el espectro cromático contenido en la luz agotándolo. Tras de sí arrastran una sombra de una magnitud que podría hacerlos pasar por gigantes… y quizás lo sean en algún sentido: en ellos el dolor ha configurado una densidad ontológica que los hace proclives a considerar a los demás como liliputienses emocionales. Cada vez que alguien considera que nadie está a la altura de comprender su infortunio, crece y se torna honda la sombra ontológica… como si en ella aguardara el abismo de la muerte. La proximidad a ellos supone invariablemente algún tipo de fatiga emocional.
También están los otros, los que abrillantan su opacidad para camuflar la desventura. Son como un paisaje invernal: todo será reverberación lumínica, fiesta de fulgores entre manteles blancos sobre la heladura. No será posible mirarlos sin entrecerrar los ojos a causa del resplandor. Nadie les imputaría la más mínima sombra y, sin embargo, a sus espaldas está la muerte toda en la más espantosa noche hibernal.
Unos y otros adolecen de un déficit de traslucidez interior que los hace parientes de su sombra. No pocos viajan a lo largo de su vida a encontrarse —al final de esta— con el sombrajo que fueron… privando a sus vecinos existenciales de la luz. La sombra que cada cual proyecta termina arropando a alguien más, sin que siquiera se pregunte de qué opacidad es deudora. Cada quien es responsable de su sombra, le guste o no, y de la oscuridad que aquella esparza, de modo que todos estamos concernidos en la inexcusable tarea de dilucidar el garabato ontológico que somos… pasar de la opacidad interior a la traslucidez.
Ahora bien, están los traslúcidos, aquellos que ni absorben ni reflejan la luz, aquellos que no ofrecen resistencia a esta. Van desde la traslucidez parcial hasta la total transparencia, a cuyo fin deben necesariamente abrir el propio ser a la otredad, de modo que la luz pase de uno a otro con su respectivo grado de refracción.
No todos poseen la misma densidad ontológica ni el mismo índice de traslucidez interior, de manera tal que aquellos que sean más densos afectarán el paso de la luz a través de sí, la refractaran en mayor o menor grado otorgándole con ello su propio sello existencial, una suerte de firma ontológica. Cuando la luz cruza a través de alguien abierto a la otredad, cambia de velocidad y dirección, por así decirlo, adquiriendo para sí un sello ontológico antes de seguir camino a los demás. Uno podría sospechar que el «verano invencible» de Camus era la refracción de lo más luminoso del dolor ajeno en su propia densidad ontológica…
Hay, sin embargo, un grado absoluto de traslucidez: la transparencia. Ocurre en quienes no ofrecen ni la más mínima resistencia al paso de la luz por a través de sí mismos. En ellos pesa tan poco la firma ontológica que no hay refracción, de modo que los demás pueden contemplar a través de ellos la luz en su más plena autenticidad, no una apariencia de aquella. A menudo no saben ni del miedo ni del orgullo ni de la vanidad —viejos adversarios del amor—, y no conocen a los acreedores de la sombra. Con frecuencia suele ocurrir que su existencia pasa casi desapercibida hasta que han dejado de estar…
Todo buen lector debe interrogar el texto que lee, así que es el momento de preguntar cuál luz; podría decirse que todo aquello que desoculta el propio ser y lo deconstruye —en términos heideggerianos y derridianos— y, según entiendo, quizás nada nos desoculte más ni nos deconstruya mejor que el amor. Hay muchas luces, pero la del amor es la única capaz de producir la transparencia interior en la que el ser se dona sin reservas.
La luz es vía de la aletheia, entendida como ‘aquello que no está oculto’. Para el filósofo presocrático Parménides, la aletheia era sinónimo de verdad y se oponía a la doxa, a la ‘opinión’; por tanto, la aletheia no depende de las propias opiniones, sino del modo en que el ser se revela, se desoculta, se dona. Podría decirse que la luz (el amor) hace posible que el mundo y las personas se donen. La transparencia interior, por consiguiente, es el mayor estado de donación ontológica.