Uno de los efectos más negativos que ha tenido el prejuicio antihispánico sobre las poblaciones resultantes del mestizaje, que se dio en el Nuevo Mundo a partir de la llegada de Cristóbal Colón, es, sin duda alguna, la fobia u odio que algunos padres tienen por los nombres españoles a la hora de ponérselos a sus recién nacidos.
Antes de cualquier consideración, he de aclarar que creo firmemente en el derecho que tienen los progenitores de escoger cómo llamarán a sus descendientes. Además, fui uno de los que protestaron cuando, en 2007, –a manera de globo de ensayo– corrió la noticia de que el gobierno de Chávez proponía una ley que limitaría a cien los nombres propios admisibles en el registro civil. A la vez aclaro que, aunque el propósito de la ley parecía sensato –evitar ambigüedades ortográficas, confusiones con el sexo del niño o apelativos infamantes– el número me parecía exageradamente escaso –toda vez que el santoral, por ejemplo, recoge una cifra de antropónimos al menos diez veces mayor– y que, por otro lado, no se habían establecido los criterios para la selección de la lista.
Tu nombre me sabe a… yerba
Un nombre no es cualquier cosa, sino la esencia de la identidad de una persona. La psicóloga cubana Yaima del Cristo Sánchez sostiene: «El nombre propio revela a través de su historia, elementos familiares, culturales y personales que van marcando al individuo a lo largo de la vida, lo cual se ha intentado explorar con una mirada científica desde la Psicología».
En la tradición judía, el apelativo representa el alma. De hecho la palabra hebrea para nombre –shem, שם– está subsumida en uno de los vocablos que denotan alma –neshamá, נשמה– y tan poderosa es esta creencia que hay prohibición de invocar o escribir en vano el nombre del Todopoderoso, quien, por cierto, les dio a Adán y Eva el primer mandamiento de «creced y multiplicaos» y a la vez el de ponerles nombres a las criaturas de la tierra, para completar así Su Creación.
El cristianismo recoge de cierta manera la tradición judía, toda vez que no todo vale a la hora de las aguas bautismales en las que el niño entra con nombre al redil de los feligreses, tomado ya sea del santoral (católicos) o de la Biblia (protestantes). Ahora bien, si de almas se trata, lo único que queda de un difunto es su nombre, que se perpetúa en lápidas y obituarios, y mediante el cual se le invocará en sesiones espiritistas o en el rezo por el descanso eterno de su alma, como siempre fue hasta que en el siglo XXI a esta le dio por «volar alto».
Sobran los tratados en psicología en los que se determina que el nombre propio influye en la autopercepción del infante y en la conformación de su personalidad y de su comportamiento futuros. Quizá por el mismo origen judaico del padre de la psicología, esta recoge la tradición de los cabalistas, que creen que es un acto de profecía el que un padre llame a sus hijos de determinada manera, lo que después se reflejará en su vida. Así pues, no es lo mismo ponerle a alguien Ángel que Tsunami. La percepción y la significación de quien lo porta varían, sin dudas, si añadimos, valga el ejemplo, un segundo nombre: Ángel Caído versus Ángel Salvador o Tsunami del Valle versus Tsunami Margarita.
La importancia de llamarse Yhonnys
Como dice Gutierre Tibón, en su Diccionario de nombres propios (Fondo de Cultura Económica, 1986), «los nombres de persona compendian la historia de la civilización. Su estudio (…) se impone por sus alcances filológicos, históricos y sociológicos».
La tradición hispánica –a la que supuestamente quería volver la propuesta gubernamental del 2007– siempre fue la de tener como referencia fundamental los santos –antes, en vez del cumpleaños, se celebraba el onomástico– o que tuvieran relevancia literaria, mitológica, en la naturaleza –nombres de flores o gemas- o con alguna conexión histórica.
También de España –primera nación europea que los institucionalizó– heredamos los apellidos, como un complemento en la cédula de identidad que nos une más directamente a los antepasados y a una memoria. También, gracias a España se preservaron los apellidos indígenas, ya que fueron regidores y frailes los que los recogieron, formularon y consagraron en registros escritos en tiempos de la morocota.
La secesión de las provincias americanas de la Corona –las independencias– no significó inmediatamente la desconexión de estos pueblos con el pasado, ya que el idioma y el catolicismo siguieron imponiendo nombres españoles y el registro siguió perpetuando los apellidos.
Cuando el laicismo se impuso, al menos en el caso venezolano, con el gobierno del masón Guzmán Blanco, y con él, la moda parisina, comenzaron tímidamente a aparecer nombres franceses entre nosotros, en la medida en que se creó el registro civil. Cuando la explotación petrolera y los campos de expatriados norteamericanos se establecieron, la moda fue preferir nombres anglos, cosa que se exacerbó con el cine, la televisión y la radio.
Puesto que los apelativos de moda varían de época en época, uno puede adivinar la edad de alguien con solo saber cómo se llama; así pues, Carolina o Estefanía, nombres considerados de «viejas chuchumecas» para 1950, en la década siguiente causaron furor cuando nacieron las hijas de los Grimaldi, Rainiero y Gracia de Mónaco, que se volvieron Réiner y Greicy por arte de la ignorancia o la ortografía popular. El ejemplo es solo una mínima muestra.
Pero ¿qué significó esto? Que por la mala fama –leyenda negra de por medio– que se les adjudicó al Imperio Español y a su legado, de manera inconsciente los padres de mediados del siglo XX decidieron negarse a reconocer su origen –autoodio– y dar el paso a la «modernidad» (siempre angloamericana, ya fuera laica o protestante) sembrando la idea de que llamarse John o Johnny era mejor que Juan o Juancito, solo que en nuestro caso, por el tema de la enredada ortografía inglesa, terminaron inscribiendo niños como Yhon, Yonny, Llony y vaya usted a saber cuántas variantes más… Hasta llegar al paroxismo de los nombres inventados: a decir de los rabinos, almas trastocadas que no hallan ningún asidero en su familia, en su país, en su pasado o en su idioma… Almas atormentadas cuando la gente no pronuncia ni escribe bien el galimatías –Yhankerlys, Anglixon, Jhaelp– de la «profecía» paterna.
Speedy Gonzales recolonizado
La industria cultural anglo, especialmente la estadounidense, nos impuso un estereotipo del hispano bastante negativo. Icónico es el famoso ratoncito mexicano, llamado Speedy –que en inglés es algo así como Rapidín– Gonzales (sic), taimado, enamoradizo y burlón, que contrastaba con el entorno de sus compatriotas roedores, eternamente durmiendo la siesta a razón de la anemia, individualizado en la triste figura de Tranquilino Rodríguez, alias el Lento, su primo, con su nombre castellano bien puesto. Así, México, la gran nación que perdió la mitad de su territorio ante EE.UU, era objeto de su propia versión de leyenda negra –que se había pergeñado antes contra España–, donde se lo pintaba como una nación de flojos, perdedores y pillos… Imagen que termina arropando a toda la América Hispana, de la que solo parecen destacar El Chapo y Escobar.
No se trata de un asunto de niños estas figuras grotescas del mexicano, que vienen a justificar la invasión y la limpieza étnica que sufrieron luego del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1842), tras el cual llegaron los «pacíficos» americanos a quedarse con todo y a convertir en extranjeros a los chicanos. Se justificaban así el expolio, las masacres y la conquista. Tampoco es cuestión de farándula la imagen estereotipada del indígena del «Salvaje Oeste», pintado como sangriento y enemigo del progreso, tan alejado de la realidad, pues desde hacía siglos muchos de ellos ya estaban incorporados a la Hispanidad por la acción de frailes como Junípero Serra.
Con estos dos ejemplos me quedo, porque los guardo en la memoria como imagen especular que modeló la percepción de nuestra cultura a partir de los prejuicios de los norteamericanos. De ahí, que a la hora de escoger un nombre, entre Speedy, Freddy, Ánderson y Yheixon, y, en contraposición, Melecio, Jacinto, Tranquilino o Ramón ya sabemos adónde van las preferencias. Si suena o remeda al inglés, como me dijo el papá de un recién nacido Neorlandys Chacón al advertirle el desatino: «What’s the F***k! ¡Así se llamará mi chamo!».
Este fenómeno se da en prácticamente toda Iberoamérica –Brasil, incluida–, sobre todo en las clases populares, ansiosas de imitar a las elites hegemónicas, sobre todo si son extranjeras, y menos en las pudientes, que están más tranquilas con su genealogía y hasta orgullosas de ellas. La pérdida de identidad de nuestros pueblos ha abierto la puerta a la recolonización del alma de nuestros pueblos, o peor aún, la ha desgajado de su propio árbol genealógico… La ha quedado sin raíces. Todo comienza por el ejercicio de una libertad sin educación, sin orgullo por los ancestros y sin referencias culturales… Todo comienza, pues, con un nombre.
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