Por años América Latina ha abordado la crisis venezolana como un problema de gobernabilidad autoritaria, centrado en la figura de Nicolás Maduro y sus ataques a la democracia. Sin embargo, esa lectura es insuficiente. Lo que ocurre en Venezuela no es solamente una dictadura en conflicto con sus ciudadanos, sino la consolidación de un Estado criminal con capacidades transnacionales.
El verdadero poder detrás del régimen no reside en el Palacio de Miraflores, sino en una red que controla rutas del narcotráfico, puertos, arsenales y vínculos con grupos irregulares activos en varios países.
Esa estructura ha convertido a Venezuela en un refugio logístico y financiero para redes criminales continentales.
Países como Colombia lo saben de primera mano. En su frontera, sus ciudades, y en los desafíos que representa la atención humanitaria a millones de migrantes, el costo de la descomposición venezolana es una carga estructural. Y mientras se mantenga ese régimen criminal, no habrá política migratoria ni estrategia de seguridad que resulte suficiente.
Frente a esto, urge que la comunidad internacional —y en especial América Latina— reconozca esa amenaza narcoterrorista estatal, lo que requerirá en consecuencia pasos coordinados, presión judicial y acciones multilaterales, en defensa de la democracia y el progreso de las naciones.
Internamente, como quedó demostrado el 28J, cuando los demócratas obtuvieron una victoria electoral y política sin precedentes, los venezolanos deben dejar al desnudo la ilegitimidad de un régimen sin sostén, salvo el de la fuerza bruta y sus alianzas non sanctas.
Lo que está en juego es la libertad de los venezolanos. Pero más allá de eso, peligra la seguridad y estabilidad de toda la región. Se necesita una coalición hemisférica, con visión estratégica, que actúe con claridad y en apego a los acuerdos de convivencia y práctica democrática suscritos.
Venezuela no es solo un país en crisis. Es epicentro del crimen organizado con rostro de gobierno.
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