Algunas personas leen mucho, pero sin menoscabo de su comodidad existencial. El texto les pasa de soslayo. Son los que llamo lectores oblicuos. No alcanzan a constituirse en la antítesis de aquello que Umberto Eco definía como lettore in fabula. Estos también se sumergen en la obra, cooperan con ella. Mientras asisten al oficio de lector dan la impresión de hacerlo bien: comentan y hasta hacen análisis sesudos. La tragedia sobreviene al tiempo: olvidan todo, o casi todo.
El lector oblicuo se instala en el mundo de las palabras, claro que sí, pero no guarda memoria de aquel aposento. Le ocurre lo que a los viajeros asiduos que no recuerdan cuál hotel queda en qué ciudad, o si se torcieron el tobillo en este o en otro pueblo. Un texto es un lugar en el que habitamos mientras leemos. Por consiguiente, podemos pensar de él lo que Marc Augé de los no lugares: «un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico será un no lugar» (en Los no lugares: espacios del anonimato).
El libro, en cuanto que no lugar, sería un producto de eso que Augé llama sobremodernidad, y que está vinculada al exceso de acontecimientos e información. La velocidad con la que vivimos es también otro factor determinante de aquella. Prisa y sobreabundancia: estas son las claves de nuestro tiempo. El lector hace del texto su hábitat pasajero, tal cual es para nosotros la calle que transitamos a diario. ¿Quién podría concebir una autopista, por ejemplo, como un sitio definidor del ser relacional e histórico? Nada hay en una vía pública que comprometa antropológicamente nuestra identidad… salvo que deliberadamente decidamos hacerlo o que determinadas circunstancias así nos lo impongan.
Con un libro sucede otro tanto. Solo el lector puede hacer de él un topos antropológico, un espacio que defina su identidad, que le establezca valores relacionales de humanidad y que se constituya en un nexo con el pasado. Para ello debe estar preparado. Ha de haber en su equipaje existencial lo necesario. Cuando leí por primera vez Cien años de soledad tenía diecisiete años y no me gustó. Me pareció una obra sonsa. Lo volví a leer a los veinte, en plena carrera de Letras, y me resultó fascinante: había pasado, para mí, de ser un no lugar a un topos antropológico.
Casi todos fuimos alguna vez un lector oblicuo. No dispusimos en su momento del acervo humano suficiente para hacer del libro un sitio que nos afectara la identidad, que nos relacionara con el otro, que nos insertara en el caudal de humanidad. Entonces nos pasó de soslayo, apenas tropezándonos el hombro, y tiempo después solo pudimos recordar algunos matices desteñidos de aquella habitación hecha de palabras.
Esta oblicuidad es, por tanto, una cualidad del lector y no del texto. Aquel, por razones no siempre claras y precisas, no logra hacer de este un lugar existencial. La conciencia del tránsito es fundamental para operar el cambio. Cuando está vigilante al paso por ese espacio que es el texto, esto es, al movimiento de su psiquis, el lector se convierte, si se me permite el neologismo, en un leyente, consciente de su viaje intelectual, que sabrá rendir cuentas del mismo y capaz de convertir el locus verborum (sitio de las palabras) en algo que afecte su identidad.
La urgencia con que solemos vivir, aunada a la sobreabundancia de acontecimientos e información, no deja mucho margen para pasar del lector oblicuo al leyente. La conversión de un espacio no significante en lugar vital demanda cierta dosis de contemplación del afuera y del adentro. Sin la mirada reflexiva sobre el entorno y su vínculo con la propia psiquis no es posible entender cómo aquel se constituye en parte de nuestra identidad. La prisa y la sobreinformación, en este punto, son como una niebla que interfiere la comprensión y proyección de quien lee.
Dos condiciones, por consiguiente, a fin de no ser un lector oblicuo, son disponer de tiempo para leer y bloquear el bombardeo de información mientras leemos, algo difícil de lograr hoy con toda la tecnología de que disponemos. Aquellos días de sosiego que correspondieron a la escultura sobre la tumba de Devereux Plantagenet Cockburn, en el Cementerio de los Poetas (Roma), no volverán. Por tanto, hay que procurarse un poco de parsimonia si queremos habitar la casa de las letras.
El libro es como un piso de hojarasca bajo el cual hay que hurgar signos y sentidos. Al principio no hay mucha idea del dibujo que subyace a las palabras. Luego van apareciendo trozos de algo que quizás intuyamos. Estos fragmentos de inteligencia que alguien dejó por debajo del lenguaje cobrarán significado mientras el lector trabaje diligentemente en retirar todo ese material orgánico que a cada minuto muta su apariencia, y que es la razón por la que no hay dos lecturas idénticas. El sentido, en cambio… el sentido solo se revela a sí mismo cuando el pensamiento de quien construyó ese collage verbal logra cambiar, para siempre, una parte del lector.
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