OPINIÓN

La literatura como borde metafísico

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

Estoy en el borde de los misterios y el velo

es cada vez más y más delgado.

Louis Pasteur

Con relativa frecuencia, la literatura es el testimonio de una frontera, la voz de un borde metafísico —no siempre ni necesariamente existencial—. Ello supone que el escritor es el habitante de dicho límite, y quizá no el único, pues sus fantasmas son otros pobladores de la comarca. También el silencio tiene su domicilio allí, razón por la cual en todo texto límite subyace un no-texto que reclama para sí el misterio de lo tácito, dado que en cada elipsis palpita la máscara de un lenguaje que se camufla a sí mismo. Tal producción textual implica, además, la intersección entre el sentido, la lucidez y la demencia.

La obra literaria podría ser el grito en el lindero, justo antes de cruzar hacia donde nadie desearía hacerlo. En tales casos, escritura y existencia son casi la misma cuestión. La lectura de estos textos fronterizos suele ser inquietante, y no pocas veces se tensa hasta romperse el texto y la vida. En Oraciones para un dios ausente (1995), por ejemplo, de Martha Kornblith, uno percibe el temblor existencial de su autora, allí, en el borde de sí misma:

¿No es apenas un peligroso instante

lo que sostiene nuestra cordura?

¿No depende la locura

de nuestra única, frágil cuerda?

¿No pende ella de un solo término

del preciso término,

aquel que nos salva

o nos condena?

Esta frontera es evanescente. Resulta casi inevitable hablar del tema sin pasearnos por la tan manida sentencia de Wittgenstein sobre los límites del lenguaje y del mundo. Quienes la citan, no obstante, a menudo olvidan que en el propio Tractatus lógico-philosophicus (1921) su autor nos advertiría que «el mundo es mi mundo» (§ 5.62) y que «el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo» (§ 5.632). Por consiguiente, el artífice de un texto limítrofe es, a un mismo tiempo, borde de aquel y de su mundo, lindero vaporoso que cambia de coordenadas a cada instante. La expresión de semejante convicción puede resultar desoladora en Kornblith:

Supimos que el delirio era

una forma de sostenernos

en los precipicios.

El tránsito por este lindero verbal, como se dijo, también entraña la intersección entre el sentido, la lucidez y la demencia. La obra literaria da cuenta de un singularísimo modo de mirar el mundo. Sentido y lucidez se conjugan en la construcción de una frontera que tendrá la particularidad de ser única para cada escritor, y también para cada lector. La soledad —lo sabemos— es el síntoma de todo borde metafísico. El problema surge cuando se comprende que tanto el sentido como la lucidez son evanescentes. El primero es la conciencia del límite y su trascendencia. La segunda es el abanico de posibilidades semánticas que es capaz de alcanzar el sentido, especialmente en sus modos más insospechados.

¿Cuál sería, por consiguiente, el mayor grado de lucidez? No es otro que el de la trascendencia del límite. Cuando el autor consigue cruzar un lindero metafísico, su verbo vence la rigidez de la polisemia. El signo abandona su carácter anticipatorio para ascender a impredecibles constelaciones de significados. La palabra, por tanto, deja de ser apenas representación y adquiere la innumerable dimensión del símbolo. El último escalón de la clarividencia intelectual ya no es un discurso de frontera, sino de extramuros.

En este punto, sentido y lucidez se cruzan con la demencia, entendida esta en cuanto que ausencia de discurso. ¿No es el discurso, sin embargo, una construcción lógica de la que participan tanto el productor como el procesador? Por consiguiente, ¿no es un modo de demencia la minusvalía procesual del lector? ¿Todo texto absurdo no seguirá siéndolo hasta tanto sea alcanzado por un intérprete apto? ¿Cuánta exégesis hace falta para regresar un no-texto de su absurdidad? La línea que separa la lucidez de la locura no solo es tenue, sino fugaz, y con el paso del tiempo los textos que la habitan suelen moverse a uno y otro lado de aquella.

De Cioran se cuenta que una vez se extravió en París, y cuando la gendarmería francesa le preguntó la dirección de su domicilio, escribió en una nota: «Monmatrè 16… Yo era Cioran… Sí, lo era… ¿O lo soy? ¡Vaya insistencia la mía! Es imposible saber por qué una idea se apodera de nosotros para no dejarnos ya». La policía catalogó de absurdo el escrito. Había, sin embargo, que haber leído al filósofo rumano a fin de entender el sentido de aquellas líneas. La voz de la frontera metafísica a menudo es críptica, iridiscencia simbólica que está reservada solo a quienes se atrevieron a salir de la caverna y dejar atrás la fantasmagoría del fuego y sus sombras.