Toda gran escritura brota de le dur désir de durer, la despiadada artimaña del espíritu contra la muerte, la esperanza de sobrepasar al tiempo con la fuerza de la creación.
George Steiner
Humanidad y capacidad literaria
Al Prof. Tomás Albaladejo, por la amistad.
He encabezado provocativamente este ensayo con una cita de un pensador francés que se ocupó ampliamente de los problemas que suscita el lenguaje en su relación con el silencio porque cuando enunciamos un texto literario, ya hemos perdido la inocencia, con lo cual tampoco estamos insinuando que el silencio nos la conserve. Si bien los especialistas solemos tratar el tema de una retórica de la obra literaria, habría que advertir sobre la necesidad de explorar también una retórica del silencio, pero ese es un asunto que excede en mucho los modestos límites de esta reflexión.
La cita de Steiner aparece en medio de una apasionada expedición contra la crítica literaria que pone el acento en el eterno dilema creación-caducidad. Más allá de la literatura, esa es también la disyuntiva de la vida: todo cuanto se hace está amenazado por su propia transitoriedad. Así pues, el autor necesita proveerse de los medios que le permitan asegurarle cierta permanencia a su obra, y quizás ninguno sea tan eficiente como la dimensión argumental de aquella, su carácter retórico.
En un ensayo algo añoso de Claude Bremond titulado El rol de influenciador, el semiólogo francés plantea, como era de suponerse, que el acto de influir implica correlativamente una parte influyente y otra influida, en la que aquella intenta modificar el pensamiento/conducta de esta de dos modos: uno intelectual, en el que se ratifica la información ya obtenida (forma positiva) o se la invalida (forma negativa), y otro afectivo, en el que se procura inducir a desear/temer ciertos datos.
Bremond plantea que ambos modos de influencia se corresponden con las dos vías de la inventio latina: convencer (fidem facere) y conmover (animos impellere). Valga aclarar que la inventio era la primera de las cinco operaciones retóricas constituyentes de discurso, en la que se procuraba «el hallazgo de asuntos verdaderos o verosímiles», según reza la Rhetorica ad Herennium (s. I a. C.). El ensayo del pensador francés apunta a dos premisas concluyentes que nos interesa rescatar: 1) la influencia literaria está centrada esencialmente en el pathos, en la pasión, en mover los ánimos conmoviendo, bien sea persuasiva o disuasivamente; y 2) el autor es, siempre e irremisiblemente, un agente de influencia, y el lector influido, un paciente de influencia. Podríamos decir, por consiguiente, que casi nada en la literatura proviene de la ingenuidad.
Cuando decimos que la literatura actúa sobre el pathos, debemos recordar que lo hace en medio del disimulo propio de las bellas letras. Esta mascarada es la que favorece la epifanía de la emoción. En La capital del mundo, Hemingway nos pasea por la cobarde miseria de unos personajes venidos a menos, en una taberna, que sirven de marco a la absurda muerte de Paco, el camarero. El maestro de la elipsis —esa tan deliciosa como seductora figura literaria— ha contado casi todo en su relato, pero de Madrid apenas ha dicho que es increíble. Solo un cura, al fondo de la cantina y al vuelo, ha soltado aquello de que «Madrid está matando a España». Uno entiende que el mozo ha muerto en vano, asesinado por la estupidez grandilocuente. Sin fórmulas afectadas, el autor nos ha conmovido. Somos presa, sin clemencia, de su mirada.
Por medio de las figuras retóricas, el escritor construye el entramado que permite pasar de la puesta en escena a la propuesta postural. Tomás Albaladejo, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, en un acápite de su Retórica titulado «El lenguaje figurado», da cuenta de cómo el ornatus de la obra literaria «es un elemento decisivo para el cumplimiento de la compleja finalidad del discurso retórico». Podríamos inferir, por consiguiente, que la belleza es persuasiva o disuasiva, según se la mire, y que deviene en vehículo de la influencia del creador. Así pues, aterrizamos consecuentemente en la segunda premisa bertrandiana: el autor en tanto que agente influyente y el lector en cuanto que paciente influido.
Que nadie se escandalice. Lo último que queremos en la literatura son mojigatos o ingenuos largando palos de ciego. En toda gran obra literaria hay una intención y un «duro deseo de durar», y este anhelo podría ser una de las respuestas al planteamiento central de Camus en El mito de Sísifo: si la única cuestión filosóficamente seria es la del suicidio vinculada al problema de si vale o no la pena vivir, no es, por tanto, un asunto trivial asumir la creación en cuanto que modo personal de responder a una inquietud tan extrema. En consecuencia, la búsqueda de la belleza en sus más elevadas cimas y su codificación como ornatus literario vendrían a constituirse en un notable y loable sentido de la vida que, además, se pone a prueba justamente allí donde todo pareciera indicar que falta aquella de la que Platón insinuó que era el esplendor de la verdad, pues nunca avistaremos en el mundo una belleza mayor que la que nos habite.
@Jeronimo_Alayon