«¡Oh! ¡Qué sencillas eran aquellas gentes de la Edad de Oro que, desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la naturaleza y la fuerza del instinto!». Estas palabras fueron dichas —en evidente tono sarcástico— por uno de los hombres más eruditos de la Europa renacentista: Erasmo de Rotterdam. Hoy podría volver a decirlas sin menoscabo de la verdad.
Lo grave de la ignorancia no es el desconocimiento, sino esa ceguera obstinada de quienes quieren insistir en aquella. Hay ignorantes que saben que no saben, pero presumen de saber. Se sienten asistidos en todo momento por una suerte de ciencia infusa. Son los iluminados de la inopia intelectual.
Hay otros, por el contrario, que saben que no saben, pero no quieren saber, y experimentan un raro regocijo en ser ignorantes, como si pertenecieran a algún tipo de realeza espiritualmente raquítica. Unos y otros son ignorantes mediocres porque nunca sabrán de algo que esté más allá de su agostada finca vital. Lo triste del asunto es que esparcen su esbelta sombra, y hasta adeptos tienen.
En todo desconocimiento late una claridad: la intuición de que en medio de esa penumbra nos aguarda una avenida de luz que nos conducirá a alguna parte. A veces, como si fuese un delito, nos da repelús la ignorancia. No es la ignorancia el crimen, sino la desidia que la hizo posible: la procrastinación en el saber necesario.
Todos somos ignorantes en algo. Algunos sabemos poco o nada de música. Otros, de literatura o filosofía. Otros, de matemáticas o química. Se trata de una ignorancia inocua. Pero hay quien sabe poco o nada de lo que por ética estaba obligado a saber mucho, y su ignorancia es inicua. Una y otra son antípodas. No hay manera de que podamos poner a la segunda el disfraz de la primera sin faltar gravemente. Esta ignorancia perversa es la que con mayor frecuencia hace daño.
Hay en la ignorancia otros aspectos que son verdaderamente siniestros. Por ejemplo, lo ignorado no tiene ser en el mundo: está oculto a nosotros. Allí puede permanecer por décadas, invisible. Alguna vez mis alumnos se sorprendieron de oírme decir que San Cristóbal y Nieves es el país más pequeño del continente americano. Para mis estudiantes, sencillamente, los sancristobaleños no existían.
Todo cuanto yace oculto en su desconocimiento padece de alguna especie de catalepsia metafísica, de la que tal vez nunca despierte. Podría decirse que habita el tiempo aiónico de los griegos, una suerte de eternidad disfuncional donde el ser del mundo permanece suspendido. Cuando conocemos algo, lo traemos a otras dimensiones de la temporalidad: comienza a evolucionar y envejecer en el tiempo cronológico y, lo más importante, se hace susceptible de ser interiorizado, intelectualizado en el tiempo kairós.
Por otra parte, quien conoce vive inevitablemente una metamorfosis ontológica y metafísica: algo de sí cambia con cada nuevo conocimiento adquirido y le remite a los fundamentos últimos del mundo en que habita, haciendo incluso que los cuestione. Aún más: también inmuta el modo como percibe dicho mundo y, por ende, su manera de ser y estar en él. No lo notamos cuando estudiamos, viajamos, vamos al cine, miramos un programa educativo, tenemos una conversación edificante o amamos (porque amar también es conocer), pero nuestro modus essendi (modo de ser-siendo) cambia para siempre.
Quien busca saber también pretende ser otro. En esto radica el principio de la trascendencia. Hay una trascendencia gnoseológica en las cosas cuando son conocidas por nosotros, pero hay una trascendencia ontológica en nosotros cuando, conociéndolas, develamos su ser en el mundo. La primera es continuada en la segunda, y ambas dan sentido a cualquier proceso de aprendizaje. Las cosas trascienden hacia nosotros por medio del conocimiento que tenemos de ellas. Y al hacerlo, nosotros trascendemos hacia un otro que no éramos —cambiados por el conocimiento— y final e inevitablemente, hacia los otros. La ignorancia, por el contrario, cualesquiera que sean sus propiedades, es inmanencia, permanencia del ser dentro de sus particulares fronteras hasta agotarse, quietud infértil.
Hasta aquí hemos hablado del modo de conocer de la razón. La pasión, por su parte, tiene su particular modo de hacerlo. Ya advertía Pascal que «el corazón tiene razones que la razón ignora». Tiene una racionalidad que no es tal: hecha de sentimientos, penetra el mundo para conocerlo… una sentimentalidad (palabra muy devaluada hoy). Y me atrevo a decir más: la racionalidad se hace profunda y dimensional en la sentimentalidad.
Cuando amamos nos alejamos también de la ignorancia (excepto en los amores asimétricos y disfuncionales en los que una sola de las partes ama). El amor no pide nada a cambio, pero en su dinámica requiere de la reciprocidad para mantener viva la pasión. Quizá nadie lo haya dicho más claro que George Sand: «Amar sin ser amado es como encender un cigarrillo con una cerilla apagada».
Esta reciprocidad es la que hace posible la trascendencia gnoseológica en el amor. Al ser amados, conocemos desde la ternura del otro un modo de ser propio que tiene lugar en la respuesta que damos. Este modus essendi nos revela una nueva textura del alma cuando nos entregamos. Ahora bien, si la vía carece de doble sentido, nos vamos agotando y agostando.
El amor también es voluntad. Su papel estriba en recrear el amor concitando el sentimiento, la inteligencia, la memoria, la imaginación y la sensualidad. La voluntad, sin embargo, es finita: cuando se agota, el amor se agosta. Se puede amar sin correspondencia un tiempo, pero no toda la vida (salvo que estemos hablando de amores patológicos). Sin esta doble trascendencia ontológica que otorga el amor sano, solo quedan la desolación, la tristeza y la espiral de vacío autodestructivo.
La sentimentalidad en la que el corazón se conoce-en-el-mundo y conoce al otro requiere de la reciprocidad en el amar. Solo así pueden ocurrir las otras trascendencias ontológicas del ser, incluida la del espíritu que viaja hacia lo absoluto. La inmanencia amorosa —todas esas formas narcisistas de amor a sí mismo tan preconizadas hoy— a menudo desnutren la sentimentalidad, esclerotizan la capacidad de amar y devienen en zombis a los amantes.
El amor mutuo, correspondido y vivo en la sanidad de su simetría, es la llave —la única, quizás— para alcanzar la más alta trascendencia. No por otra razón el Maestro del Amor dijo lo que dijo: «Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado».