Las expresiones familiares tienen cierto privilegio. Diría, quizás, cierta impunidad. Ángel Rosenblat
Buenas y malas palabras es el título de un extraordinario y sabroso libro de Ángel Rosenblat. Sin embargo, este breve ensayo no trata sobre la obra del filólogo polaco-venezolano, aunque sí es un homenaje a su genio. Discurriremos sobre algunas de esas palabras del habla coloquial venezolana, unas olvidadas y otras ignoradas aún por el Diccionario de la Real Academia Española.
Así que empecemos con guarandinga. Palabra de uso frecuente entre mayores, significa cualquier cosa sobre la que el hablante exprese rechazo o incertidumbre: ¿Qué guarandinga es esa que trajiste? Generalmente la guarandinga no sobreviene sola y por sí misma, esto es, la ocasiona un bicho, que no será necesariamente un insecto, sino una persona malintencionada o tonta, a la que, de común, se le llama brutíviri, por bruto: Esa guarandinga le pasó al bicho por brutíviri. A estas alturas nuestros amigos lectores ya deben de estar a punto de armar un bululú, es decir, un alboroto por tanta palabra rara.
Pero mejor marchemos a otros lares. A veces la esposa le descubrirá al marido un cacho, es decir, una amante, y se formará un zaperoco tal que el infortunado terminará con sus macundales y corotos en medio de la calle. Entonces dirá a sus amigos, tragos de por medio —llamados palitos—, que lo han maleteado y ahora vive en una pensión de mala muerte, todo para no confesar que se ha hospedado en un hotel. Si la cháchara con los panas, es decir, con los amigos, ha estado animada, con toda seguridad el adúltero tendrá que tomarse algún guarapo al día siguiente para pasar el dolor de cabeza que caracteriza el ratón o resaca.
Ahora bien, lo mejor ocurre en las calles de este azaroso país cuando se está tras el volante. Lo primero es que hay que tener guáramo, un tipo especial de coraje, para conducir en las principales ciudades, porque uno siempre está expuesto a una vaina, palabra indeterminada que puede abarcar los más inusitados significados. Por ejemplo, alguien puede abusar del acelerador y entonces se dirá que le metió chola al auto, pero si el vehículo está en condiciones deplorables, se dirá que le metió chola al catanare. Así las cosas, no será de extrañar que dos autos terminen dándose un perolazo y queden esguañingados, razón por la cual los conductores, muy enfadados, terminarán engorilados, y uno de ellos exclamará: ¡Tremenda vaina que me echaron!
Sin lugar a dudas que el terreno más fértil en costumbrismos es la escuela. El maestro será chévere si no es regañón y un fosforito si lo es. Si dicta la clase con altura estará fumado, pero si la piratea se dirá que habló puro gamelote. El tema de las tareas es serio. Generalmente hay que jurungar mucho en internet para poder completar los deberes del colegio, y todo para que la maestra cuando corrija nos raspe, esto es, nos aplace, aunque a veces la tarea puede llegar a ser una manguangua por lo fácil. Siempre habrá el compañero abusador que es un caribeador, y el chupamedias que halaga al maestro para obtener, cree el pobre bolsa, alguna ventaja en la boleta de calificaciones. Por supuesto, no faltará la consabida invitación para dirimir diferencias a la salida de clases en un duelo de puños llamado coñaza, en la que se titulará como vencedor el más arrecho, palabra que nada tiene que ver con las connotaciones sexuales de otras latitudes.
Y el receso… ¿quién no lo echa de menos? El chamo pendiente de levantarse a la jeva que le gusta. Y si está distraído, es víctima propicia para un lepe, palmada sonora sobre la frente que se propina por múltiples razones. Decir la fecha del cumpleaños de un compañero en el receso no es buena idea: enseguida todos se aprestan a homenajear al cumpleañero con una sala burrera, digamos que una lluvia de lepes sobre la espalda del… ¿afortunado? Pero lo mejor del receso era el manguareo, especie de estado existencial donde los seres levitan de ociosidad. Y siempre hay tiempo, aunque sea robando los segundos siguientes a la campana, para compartir una bala fría con el amigo que no había traído la típica arepa cocinada en el budare de la abuela.
Nuestra lengua española hablada en Venezuela está maravillosamente poblada de palabras coloquiales, como la de cualquier país, pero estas tienen un valor semántico especial para nosotros. Cuando se está lejos del terruño, decirlas nos rescata y nos devuelve a un tiempo y espacio que nos configuraron como personas. Entonces sabemos que la venezolanidad no es una palabra más: somos venezolanidad.