La historia de Venezuela está marcada por momentos de profunda transformación política, pero también por largos periodos de control autoritario que han dejado cicatrices en su sociedad. Entre ellos, la dictadura de Juan Vicente Gómez es uno de los episodios más significativos. Su gobierno, que se extendió por casi tres décadas, no solo consolidó el poder absoluto, sino que modeló un sistema de control social y político que, de alguna manera, sigue resonando en la Venezuela contemporánea.
Durante ese periodo, la represión no se limitó a los opositores políticos. La vigilancia constante y la amenaza de represalias se filtraron en la vida cotidiana de los venezolanos, transformando incluso las relaciones personales. Hablar de política se convirtió en un riesgo y la sospecha se instaló en cada rincón del país. La censura no necesitaba de leyes draconianas si el miedo ya estaba arraigado en cada ciudadano. La paranoia y la autocensura fueron herramientas clave de un régimen que entendió que el control no solo se ejerce con armas, sino también con la manipulación psicológica.
El dominio de los recursos estratégicos también fue fundamental para la consolidación del poder de Gómez. La industria petrolera, que comenzaba a emerger como la principal fuente de riqueza del país, fue puesta al servicio del régimen. Esta concentración de la riqueza permitió al gobierno crear una red de dependencias y favores que garantizaban la lealtad de distintos sectores sociales. La economía dejó de ser un espacio de libre iniciativa para convertirse en un instrumento de control político, donde el acceso a oportunidades dependía de la fidelidad al poder central.
Gómez también comprendía la importancia de las fuerzas armadas como pilar de su gobierno. Los militares no solo defendían las fronteras, sino que se convirtieron en garantes del orden interno y en un mecanismo de represión social. Su presencia constante en la vida diaria servía como recordatorio de que cualquier acto de desobediencia sería reprimido sin contemplaciones. Los oficiales eran recompensados con privilegios, asegurando su lealtad al régimen y consolidando un modelo donde la autoridad militar se entrelazaba con el poder civil.
Este modelo de control también se extendió al ámbito cultural. La libertad de expresión fue sofocada, y los medios de comunicación fueron puestos bajo estricto control gubernamental. La narrativa oficial era la única permitida, y cualquier intento de desafiarla se castigaba con el exilio, el encarcelamiento o el silencio forzado. Las actividades culturales, que podrían haber sido un espacio para la resistencia, fueron neutralizadas o cooptadas, dejando a la sociedad sin espacios para el debate o la crítica.
El impacto de la dictadura de Gómez no fue solo político. Su legado se inscribió también en la psicología colectiva del país. La desconfianza y el miedo se convirtieron en rasgos profundamente arraigados, y la fragmentación social se hizo evidente. La dictadura transformó a Venezuela en una sociedad donde la supervivencia dependía de evitar cualquier acción que pudiera ser interpretada como subversiva. La lealtad al régimen era, en muchos casos, una estrategia de autopreservación.
Con la muerte de Gómez, Venezuela inició un proceso hacia la democratización. Sin embargo, las estructuras autoritarias que él instauró no desaparecieron de inmediato. La transición fue lenta y compleja, y algunos de los mecanismos de control creados durante su gobierno siguieron presentes, aunque bajo nuevas formas. La concentración del poder, el clientelismo y la manipulación de los recursos estatales continuaron siendo prácticas comunes en la política venezolana.
Es inevitable preguntarse cuánto de ese pasado sigue presente hoy. Aunque los tiempos y las circunstancias cambian, algunos patrones parecen persistir. La concentración del poder en manos de unos pocos, el uso de los recursos nacionales para mantener estructuras de control y la represión de las posturas contrarias son fenómenos que no pertenecen solo al pasado. El legado de Gómez nos recuerda que el autoritarismo puede adaptarse a nuevas realidades, pero sus fundamentos permanecen: el miedo, la dependencia económica y la manipulación de la información.
La historia de Venezuela es una advertencia constante sobre los peligros de la concentración del poder. Es un recordatorio de que la democracia no es un estado permanente, sino una conquista que debe defenderse día a día. La transición hacia un sistema más plural y justo requiere no solo cambios institucionales, sino también un proceso de reconstrucción social que permita superar las heridas del pasado y erradicar las prácticas autoritarias que aún persisten.
El final de una dictadura no garantiza la llegada inmediata de la democracia. La experiencia de Venezuela demuestra que los mecanismos de control pueden perpetuarse bajo nuevos liderazgos si no se desmantelan las estructuras que los sostienen. La historia de Gómez y su legado deben servir como una lección para evitar que las sombras del autoritarismo vuelvan a oscurecer el futuro del país. Porque si algo ha demostrado la historia es que, cuando una sociedad olvida su pasado, corre el riesgo de repetirlo
Pedro Adolfo Morales Vera es economista, jurista, criminólogo y politólogo.
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