Europa está languideciendo en una debacle económica de largo plazo cuyos orígenes residen en la experiencia casi letal de Wall Street en 2008. Por supuesto, ha habido etapas subsiguientes de crecimiento (y de esperanza), pero estas tienden a apagarse poco después de aparecer.
Dadas las elecciones políticas de la Unión Europea, no podría haber sido de otra manera. Estas políticas reflejaban el diseño fallido de la eurozona y garantizaban una inversión crónicamente baja, precisamente en el momento en que se necesitaban inversiones masivas para virar la base industrial añosa de Europa de energía sucia, productos químicos y el motor de combustión interna a capital de la nube y tecnologías verdes.
A ambos lados del Atlántico, la respuesta política a la reacción en cadena desatada por el colapso del Lehman Brothers en 2008 fue similar. Estados Unidos y la UE llevaron a cabo la transferencia más grande y más cínica de la historia de pérdidas privadas de los libros de financistas cuasi criminales a los libros de deuda pública, combinada con austeridad fiscal para controlar la creciente deuda pública. ¿El resultado? Una gigantesca trampa de liquidez que hizo crecer la deuda pública y llevó a la mayor desconexión de la historia entre la liquidez disponible y la inversión de capital real.
El resultado previsible de largo plazo fue un estancamiento económico que hizo que el malestar fuera tan profundo y durara tanto tiempo que terminó envenenando la política en Europa y Estados Unidos. Pero ahí es donde terminan las similitudes y empieza la creciente desventaja de Europa en relación a Estados Unidos porque, a diferencia de Estados Unidos, la eurozona carecía de las instituciones federales que, en tiempos de crisis (como la de 1929 o 2008), pueden estabilizar una unión monetaria e impedir que caiga en una debacle duradera.
Después de 2008, la UE tenía dos opciones para mantener intacta su unión monetaria, de las cuales solo la primera podía evitar la caída permanente. La primera opción era federar de facto, si no de jure, una estrategia que implicara una deuda común, impuestos sustanciales al estilo federal y un plan de inversión verde paneuropeo agregado de cinco años.
Sin embargo, para elegir esta opción, Europa tendría que haber desechado el neo-mercantilismo central en los modelos de negocios alemán y holandés, que residen en el corazón de la eurozona. Se podría haber pensado (como, de hecho, lo hice yo) que las élites de Europa habrían considerado el abandono del neo-mercantilismo un precio relativamente bajo a pagar por evitar una crisis permanente.
Pero nos habríamos equivocado. A los exportadores netos más exitosos de Europa y a sus agentes políticos no les preocupaba tanto el dinamismo de Europa como mantener su dependencia de las exportaciones netas sostenidas por el déficit comercial de Estados Unidos (una fuente constante de demanda agregada de sus mercancías). También calificaban la importancia de sus exportaciones netas a China y la supresión de los salarios alemanes muy por encima de la importancia de darle a Europa la posibilidad de recuperar su entusiasmo.
La segunda alternativa era evitar la opción cuasi federal al depender de una austeridad masiva para los estados miembro más deprimidos de la eurozona, acompañada de un alivio cuantitativo igual de gigantesco que favoreciera a las partes menos deprimidas de la unión monetaria. Esta fue la opción que se adoptó, con la intención de que el trato cruel impartido al miembro más quebrado de la eurozona, Grecia, fuera una señal para los otros estados miembro.
El resultado fue que se salvó al euro a expensas de un estancamiento permanente de la inversión agregada en toda Europa, junto con una profundización de las grietas entre el norte y el sur de la UE (también con el desarrollo de nuevas grietas entre este y oeste). Mientras tanto, Estados Unidos está en una carrera de inversión pública que seduce a los conglomerados industriales europeos, profundizando así la brecha de inversión de la UE. No sorprende que la UE, a pesar de sus pronunciamientos respecto de su Trato Verde, no pueda financiar su propia transición verde, mucho menos 1a recuperación posguerra de Ucrania.
Hoy el peligro no es que los responsables de las políticas de Europa redoblen la apuesta con una mayor austeridad fiscal. Su arma preferida de contracción hoy en día es la política monetaria. Tras haberse equivocado una vez al evitar una política monetaria progresista audaz que habría evitado el reciente brote de inflación, ahora están ajustando demasiado y durante demasiado tiempo. El resultado es que una unión monetaria ya inconexa, al borde de la recesión en medio de una inflación persistente (a pesar de la rápida reducción de la oferta monetaria), está quedando rezagada detrás de China y de Estados Unidos.
La causa de todo esto es estructural. Una austeridad contractiva y, por ende, debilitante sigue estando arraigada en el marco institucional actual de Europa -un hecho que impide que los gobiernos de todos los espectros políticos intenten aplicar diferentes agendas en materia de políticas-. La arquitectura de integración inacabada de Europa prohíbe la experimentación con el tipo de política industrial que hoy intenta implementar Estados Unidos (bajo la Ley de Reducción de la Inflación y la Ley de CHIPS y Ciencia) o con otras agendas.
Sin duda, el gobierno alemán se está alejando de la ortodoxia de la UE, canalizando grandes cantidades de fondos públicos para socorrer a su modelo industrial tambaleante. Pero lo hace a expensas de destruir el mercado único y el compromiso (más teórico que real) con un campo de juego paneuropeo nivelado. Es de esperarse un pronto contraataque de los estados miembro de la UE que no pueden equiparar los subsidios alemanes, especialmente aquellos que no pueden proteger sus industrias mediante una devaluación.
Los defensores entusiastas de la UE celebran la supervivencia del euro, el hecho de que la deuda pública ya no sea la amenaza de antes y, crucialmente, que su modelo de negocios mercantilista se mantenga intacto. En el fondo, entienden que le deben este pequeño milagro a quienes trabajaron mucho en el Banco Central Europeo (a pesar de la feroz oposición del Bundesbank) para poner en marcha las imprentas del BCE y generar torrentes de euros destinados a impedir un desenlace al estilo griego en Italia.
Pero esto se produjo a un precio muy alto: el estancamiento permanente de Europa y una continua fragmentación. La unión monetaria de Europa sigue siendo desastrosamente incompleta, carece de la unión política y fiscal necesaria para que funcione. Peor aún, 15 años de malestar han agravado el estancamiento. Los europeos debemos prepararnos para una caída secular, que nos impondrá nuestra moneda problemática, o hacer algo al respecto. Un problema estructural exige una solución política.
Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
Copyright: Project Syndicate, 2023.
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