El hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma.

Marcel Prévost

Una de las historias sobre libros más fascinante es la de la biblioteca de Aristóteles. Después de una estancia de ocho años en Alejandría (343-335 a. C.), durante la cual fue preceptor de tres futuros reyes (Alejandro Magno, Ptolomeo I y Casandro), el Estagirita regresó a Atenas y fundó su escuela, el Liceo, en el 336 a. C.; se presume que fue entonces cuando consolidó su biblioteca personal. Con la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.), la situación en Atenas se volvió incierta para Aristóteles, de modo que decidió mudarse a Calcis —tierra de su madre Festis, en la isla de Eubea—, donde murió al año siguiente (322 a. C.).

El periplo y peripecia de la biblioteca aristotélica comenzó con la muerte del Estagirita. A pesar de que el Liceo en Atenas mantuvo el statu quo con Teofrasto de Ereso como escolarca, otro discípulo relevante de Aristóteles, Eudemo de Rodas, marchó de regreso a su tierra llevando consigo algunos textos que formarían parte de la escuela peripatética fundada por aquel.

Teofrasto regentó por treinta y cinco años el Liceo, tiempo durante el cual acrecentó la biblioteca aristotélica con sus propias obras y comentarios. Al morir Teofrasto (287 a. C.), dejó encargado del Liceo a Estratón de Lámpsaco, pero legó la biblioteca a otro discípulo suyo, Neleo, quien —para protegerla de la inestabilidad política de Atenas— la trasladó al Asia Menor, más específicamente a su Escepsis natal, en la actual Turquía occidental.

En su Banquete de los eruditos, Ateneo de Náucratis asegura que todos los libros de Neleo fueron comprados a este por el faraón Ptolomeo II y llevados —junto con los de Atenas y Rodas— a Alejandría para formar parte del inventario de la gran biblioteca; sin embargo, esto no es del todo cierto, pues una parte de las obras aristotélicas, las llamadas esotéricas, quedaron en Escepsis al cuidado de la familia neleida. Probablemente las vendidas hayan sido en parte las exotéricas, perdidas con toda seguridad en alguno de los tres eventos que marcaron la aniquilación del fondo bibliográfico de Alejandría: el incendio del 48 a. C., los disturbios alejandrinos del 270 al 275 d. C. o el decreto antipagano de Teodosio I (391 d. C.) que provocó la campaña vandálica contra el Serapeum, último reducto de la gran biblioteca.

Lo cierto es que parte del fondo bibliográfico del Estagirita quedó a buen resguardo bajo los cuidados de los herederos de Neleo, según Estrabón; a finales del siglo III a. C., el rey Atalo I de Pérgamo acrecentó su dominio en el Asia Menor y aumentó la rapiña de libros para alimentar el catálogo de la Biblioteca de Pérgamo —que llegó a ser la segunda más grande e importante después de la de Alejandría—. Habida cuenta de tal amenaza, los neleidas decidieron trasladar la biblioteca aristotélica a una suerte de túnel, donde permanecieron deteriorándose por aproximadamente cien años.

A principios del siglo I a. C., Apelicón de Teos, un comerciante griego poco escrupuloso, entró en contacto con los descendientes de Neleo de Escepsis y compró lo que quedaba de la biblioteca de Aristóteles y Teofrasto; una vez trasladada a su casa en Atenas, intentó —sin los debidos conocimientos filológicos— editar remedialmente los manuscritos añadiéndoles muchos errores, según lo refiere Estrabón. Allí permanecieron los libros hasta el año 86 a. C. cuando el cónsul Lucio Cornelio Sila sitió Atenas; en la refriega militar, Sila tomó como botín de guerra la biblioteca aristotélica y la hizo trasladar a su villa familiar en Roma.

La de Atenas no fue la única colección aristotélica saqueada por los romanos de entonces. Casi una década después de Sila, otro cónsul, Lucio Licinio Lúculo, tras concluir la campaña del 72 a. C., llevó a su villa romana una pequeña biblioteca aristotélica confiscada en Amisos, posiblemente proveniente de alguna de las escuelas peripatéticas diseminadas por el Asia Menor. En todo caso, los textos de ambas colecciones fueron tratados filológicamente por Tiranión de Amisos —un sabio gramático griego que Lúculo capturó en calidad de esclavo—, de lo que dan fe Cicerón y Plutarco.

La presencia de Tiranión el Gramático a estas alturas del relato es crucial por sus implicaciones; fue maestro de Estrabón, el geógrafo e historiador griego, con lo cual podría pensarse que la historia sobre la biblioteca aristotélica que narra Estrabón fue referida por el propio Tiranión; por otra parte, este también fue discípulo de Dionisio de Tracia, un eminente gramático alejandrino que muy seguramente tuvo a la vista los ejemplares exotéricos de la Biblioteca de Alejandría.

El vínculo más relevante de Tiranión, sin embargo, fue con Andrónico de Rodas, el undécimo escolarca del Liceo (78-47 a. C.), a quien envió copia de todos los manuscritos aristotélicos contenidos tanto en la colección de Sila como en la de Lúculo. Andrónico sistematizó el conjunto en una edición crítica y canónica —la más antigua y la primera en dividir los textos aristotélicos en exotéricos y esotéricos— que se conoce bajo el nombre de Corpus Aristotelicum. Por cierto, el filólogo alemán Immanuel Bekker organizó, entre 1831 y 1836, el canon aristotélico conforme a una referencia alfanumérica, vigente aún, para citar las obras académicamente.

Habiéndose constituido Rodas en un centro neurálgico de los peripatéticos, especialmente en el s. I a. C., es probable que Andrónico también tuviera a la vista copia de la reducida biblioteca que Eudemo se llevara del Liceo poco más de dos siglos antes. En todo caso, lo que llegó a las manos de Andrónico fueron los libros deteriorados de los neleidas, adulterados por Apelicón e intervenidos por Tiranión. A este gramático oriundo de Amisos, Tiranión, se debe la preservación del fondo bibliográfico aristotélico que se conoce.

De la biblioteca aristotélica del Liceo solo sobrevivió un tercio, que se corresponde con el Corpus Aristotelicum de Andrónico. De la colección de Lúculo, no se sabe nada; y de la de Sila, apenas se tiene noticia de que su hijo Fausto, apremiado por las deudas, la vendió a libreros y comerciantes oportunistas, perdiéndose en la noche de los tiempos. El resto, como dijo Hamlet, es silencio… y habría sido el más lamentable silencio sin Tiranión.


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