La primera vez que sucedió tenía yo 14 y regresaba del entierro de mi padre. Miré por el balcón el atardecer y de pronto experimenté esa rara sensación de que pasado y futuro se unieran, como si aquel presente fuera absoluto. La segunda vez ocurrió en la buhardilla del hotel Alta Baviera, en la Colonia Tovar. Un cuarteto interpretaba el Aria, de Bach, y la estancia era cruzada de lado a lado por la niebla que fluía de una ventana a otra, creando una suerte de cortina vaporosa entre los músicos y la audiencia. Entonces volví a sentir esa extraña unicidad del tiempo. La tercera vez fue el día en el que me casé. Transitaba la avenida Sanz de El Marqués, a la altura del parque Sanz, cuando sentí lo mismo mientras reparaba en la peculiar forma de las copas de los árboles, y más tarde durante la ceremonia mirando a la que sería mi esposa. La penúltima vez fue hace unos años contemplando desde un risco un paisaje selvático, tan propio del bosque nublado de estas montañas en las que habito, y la última fue viendo recientemente a mi hija tocar el contrabajo a la par que la orquesta ejecutaba La gran puerta de Kiev, de Mussorgsky.
No resulta fácil para mí explicar la tesitura de esa rara sensación, pero sí tengo claras dos cosas: sobreviene en presencia de un espectáculo de sobrecogedora belleza y guarda relación con estados de mi alma en los que me hallo íntimamente unido a mí.
Muchas veces he pensado que la belleza me ha salvado de la mezquindad humana, no porque me haya librado de sufrirla, sino porque ha significado para mí una fortaleza inexpugnable. Puesto que un rasgo sine qua non de la condición humana es damnificar obstinadamente la existencia ajena, pensar la belleza como un refugio es casi un asunto de supervivencia.
En su fragmento 54, Heráclito decía que «la armonía no manifiesta es superior a la manifiesta». Como el resto de los Fragmentos, Heráclito no deja de ser misterioso en este. Por algo se lo llama el Oscuro de Éfeso. Está claro que la belleza ostensible —como afirmaba Diels— depende de los sentidos y que la oculta es el logos alzándose por encima de aquella. A la explícita le han dedicado los pensadores centenares de libros, y hasta la filosofía tiene una rama, la estética, dedicada a ella, así que hablaremos de la armonía no manifiesta.
¿Quién ha visto el amor? Nadie. Lo que vemos son sus efectos. Podríamos decir que estos son el signo de aquel. Así pues, un signo está compuesto de una parte material y otra eidética. Cuando escribo la palabra casa, en nuestra mente se invoca el concepto de casa, muy básico y esencial, acompañado de ciertas sensaciones adosadas a dicha idea. La estructura física, que pertenece a la realidad material, es el referente. Significante (parte material del signo), significado (parte eidética) y referente (objeto significado, real o ideal) conforman lo que los lingüistas llamamos triángulo semiótico. Del mismo modo, un gesto material como dar un beso o un abrazo invoca en la sensibilidad de las personas cierto estado de benignidad que refiere al amor.
Ahora bien, cuando contemplamos El Puente de los Suspiros, de Turner, se reproduce en nuestra alma un estado de sublimidad que remite a la belleza. Hay belleza en el contraste del cielo azul con el blancor de las edificaciones, ciertamente, y se aprecia una clara armonía entre los dos tercios de cielo y el tercio de las edificaciones, pero en estos signos no radica la sola belleza del cuadro. Hay algo más, y eso es único en cada espectador: la armonía no manifiesta.
En La catedral de Salisbury, Constable pudo avanzar unos metros más hasta tener un punto de mira desde el cual la catedral fuese el único sujeto del cuadro, pero eligió sacrificar parte de la edificación para que la aguja de la torre emergiera triunfal entre la fronda. Al verla, casi podríamos sentir que estamos allí… en 1825. Sin embargo, siempre habrá algo más allá de los signos, en ocasiones inefable, que se perderá en la noche del alma.
La armonía no manifiesta, decía Heráclito, es superior a la ostensible. ¿Por qué si sabemos tan poco de ella? Volviendo al triángulo semiótico, ¿qué fue primero?, ¿el significante, el significado o el referente? Sin duda que este. Primero vimos el objeto, después surgió la idea de él en su ausencia y, por último, sobrevino la necesidad de nombrarlo. Nombrar es —podríamos decir— un conjuro contra el olvido. El arte, también. De algún modo —quizás fuera aquello que Kant denominó noúmenos—, hemos conocido la armonía oculta mucho antes de significarla en el arte…
Lo cierto es que todo cuanto hay de bello en el mundo se sostiene sobre esta armonía no manifiesta. Pocos esfuerzos espirituales son tan válidos como su intuición. El artista que conecta con ella nunca más estará vacío. Personalmente estoy convencido de que al intuirla entramos a una dimensión temporal distinta, la del tiempo kairós, una tal que en ella el ser discurre en una temporalidad plural, pues lo que será ya fue y apenas sigue siendo… un auténtico origami del tiempo.
Cuando se vive en el tiempo de la armonía no manifiesta, el tiempo cronológico no importa. Lo creado hoy podría alcanzar a su audiencia al cabo de un siglo de la temporalidad material. ¿Qué importa ello si desde siempre nuestra creación ya habitó en el seno del tiempo del arte?, ¿qué importa que llegue aparentemente tarde a los hombres? Esa fue la maravilla que un poeta llamado José Antonio Ramos Sucre intuyó.
La armonía no manifiesta es superior a la ostensible, en definitiva, porque da cuerpo a esta en su intermitencia, del mismo modo que la diástole hace posible el pulso de la vida. En cada ausencia de la belleza la evocamos. En la caída de una flor cuyos pétalos se desparraman por el suelo ya esperamos el botón de otra inflorescencia. Si la belleza fuese un continuum, jamás la extrañaríamos. Quizás por ello hay silencio en la música, espacio en la pintura, quietud en la danza y vacío en la escultura. Quizás por ello también existe la muerte… para nombrar y no olvidar que somos signo de una obra de arte inagotable.