Para María Auxiliadora Dubuc
Hay en el Hiperión o el eremita en Grecia, de Friedrich Hölderlin, un pasaje que siempre me ha parecido pertenecer a los más elevados del espíritu humano:
Esta es también mi esperanza, lo que anhelo en las horas solitarias: que esos mismos tonos poderosos y aun otros más altos deben volver alguna vez a la sinfonía del mundo en su discurrir. El amor engendró milenios colmados de hombres llenos de vida; la amistad volverá a engendrarlos… La armonía de los espíritus será el principio de una nueva historia del mundo… La belleza huye de la vida de los hombres hacia lo alto, hacia el espíritu; se transforma en ideal lo que era naturaleza (Hiperión, I, 2; 1799).
El texto citado tiene lugar en una de las tantas epístolas que Hiperión dirige a su amigo Belarmino en la novela, después de que aquel reconoce que su nostalgia amorosa por Diotima le ha hecho «hablar poco de cosas que tocaban de cerca el corazón» y, en consecuencia, se dispone a reflexionar sobre la amistad. La cita está colmada, pues, de aspectos ricamente densos que obedecen al idealismo alemán que por aquel entonces bullía en los albores del romanticismo germánico.
Lo primero que será necesario hacer es enmarcar el pasaje en la concepción filosófica de aquel idealismo según la cual, entre otras premisas, la Ilustración había escindido al hombre de la naturaleza al centrar en la razón el motor que iluminaba el mundo, y dejando de lado el hecho de que el ser humano, en tanto que ser vivo, no solo pertenece a la naturaleza, sino que esta condiciona su sensibilidad. El hombre no es solo razón, sino que siente en sí arrestos para una sensibilidad, pasión y fuerza propugnada por su propia naturaleza.
En consecuencia, tanto el idealismo como el romanticismo alemanes enarbolarían el estandarte de la unión hombre-naturaleza, entendida como parte del todo en el que debe fundirse el uno, concepción esta de clara herencia heraclítea. Es importante también acotar que los idealistas habían enristrado sus lanzas contra la pobreza espiritual del mundo. Por ello, con frecuencia, hablarían sus máximos representantes de una necesidad de iniciar una nueva historia sin las falencias del racionalismo ilustrado.
Dicho esto, pasemos a escudriñar el texto citado. Lo primero que resalta es la concepción del mundo como una sinfonía, como un todo armónico. Esta noción es liminar en el idealismo alemán. Luego se propone la necesidad de la reunificación hombre-naturaleza, asumida por el arte romántico y apreciable muy particularmente en el género pictórico, en el que el paisaje es el protagonista, pues encarna la sensibilidad humana. Pero, ¿cómo alcanzar esta sinfonía humana? Por medio de la armonía de los espíritus consolidada en la amistad.
Una pésima lectura de Hölderlin hará creer que era ateo y antiiluminista. Nada más lejos de la realidad. Lamentablemente algunos hacen pesar mucho sus últimos textos, los del tiempo final de la locura pacífica en la torre del Neckar. De su tiempo en Jena ha quedado un texto de dudosa autoría, pues parece que fue inspirado por Hölderlin a Schelling y transcrito por Hegel en 1796: el proyecto o programa del idealismo alemán.
En él hay un pasaje que transcribimos íntegro por su importancia respecto de cómo realizar esta armonía de los espíritus por virtud de la amistad:
Tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al servicio de las ideas, tiene que llegar a ser una mitología de la razón.
Mientras no hagamos estéticas, es decir, mitológicas, las ideas ningún interés tienen para el pueblo, e inversamente: mientras la mitología no sea racional, el filósofo tiene que avergonzarse de ella. Así tienen finalmente que darse la mano ilustrados y no ilustrados, la mitología tiene que hacerse filosófica para hacer racional al pueblo, y la filosofía tiene que hacerse mitológica para hacer sensibles a los filósofos. Entonces reinará entre nosotros perpetua unidad. Nunca más la mirada desdeñosa, nunca más el ciego temblor del pueblo ante sus sabios y sacerdotes. Solo entonces nos espera igual cultivo de todas las fuerzas, las del singular como las de todos los individuos. Ninguna fuerza será ya oprimida, ¡entonces reinará universal libertad e igualdad de los espíritus! (El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán, 1796).
Como se podrá echar de ver, los idealistas alemanes proponían la síntesis armoniosa de sabios y vulgo, razón y sensibilidad, filosofía y estética. Este, y no otro, era el fundamento de la amistad que soportaría sobre sus hombros la generación de la armonía de los espíritus y que, a su vez, haría posible una nueva historia.
Si miramos con más atención, dos de los principios de la Revolución francesa aparecen garantizados en esta amistad: la libertad y la igualdad. Estamos hablando de que a tan solo tres años de que la Comuna de París ordenara pintar el lema de la Revolución en las fachadas de las casas parisinas, los idealistas alemanes estaban señalando ya el delicado fiador de aquella balanza: la fraternidad, entendida por Hölderlin, Schelling y Hegel como una armonía espiritual que transformaba lo natural en ideal, una suerte de alquimia social de elevadísima aspiración humana.
Y cuál era el elemento sobre el que se alzaría esta armonía espiritual: la belleza, la belleza como axis mundi, aquel vector que comunica el mundo humano con lo divino, aquella de la que Hölderlin diría en el Hiperión:
¡Paz de la belleza! ¡Paz divina! Quien calmó una vez en ti su vida furiosa y su espíritu lleno de dudas, ¿cómo podrá encontrar remedio en otra parte? No puedo hablar de ella, pero hay horas en que lo mejor y más bello se nos aparece como en una nube y el cielo de la perfección se abre ante el amor anhelante…
¡Oh vosotros, los que buscáis lo más elevado y lo mejor en la profundidad del saber, en el tumulto del comercio, en la oscuridad del pasado, en el laberinto del futuro, en las tumbas o más arriba de las estrellas! ¿Sabéis su nombre?, ¿el nombre de lo que es uno y todo? Su nombre es belleza (Hiperión, I, 2).
El arte, en particular, como expresión de la belleza, y la actividad humana, en general, como encarnación de lo bello y, por tanto, bueno, eran el crisol donde esta raza de espíritus armoniosos estaba llamada a depurar, en el fuego de su amistad, una nueva historia que hiciera posible «la última obra, la más grande de la humanidad» al garantizar la igualdad y la justicia, según expresaban en aquel temprano programa del idealismo alemán. ¿Lo hemos logrado? ¿O habrá que dar crédito a la sentencia holderliniana?: «Ahora el género humano, infinitamente descompuesto, yace como un caos tal que el vértigo se apodera de todos los que todavía sienten y ven» (Hiperión, I, 2).
Personalmente, siempre creo que es deseable esperar un amanecer más, así que prefiero afiliarme a otra frase de Hölderlin:
Pero acaban llegando los momentos de la liberación que compensan siglos de lucha, momentos en que lo divino sale de su celda, en que la llama se desprende de la madera y se eleva victoriosa sobre las cenizas, en que nos parece que el espíritu libre, olvidadas las penas y la servidumbre, vuelve en triunfo a las galerías del sol (Hiperión, I, 2).
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional