La casa del lago (2006), un drama fílmico del director argentino Alejandro Agresti, cuenta la historia de un romance desfasado en el tiempo. Corre el año 2005 y la Dra. Kate Foster (Sandra Bullock) ha decidido mudarse de la casa del lago a Chicago. Antes de marcharse, deja una nota en el buzón de correo para el siguiente inquilino: en ella pide que le envíe, a una determinada dirección, la correspondencia que llegue a su nombre. El nuevo ocupante de la casa es el arquitecto Alex Wyler (Keanu Reeves), quien lee la nota de Kate, solo que dos años antes, en 2003.
Pronto ambos se percatarán —intercambiando cartas por medio de un buzón prodigioso— de que viven simultaneidades espaciales en tiempos distintos. Así transcurre la película hasta que finalmente Kate y Alex, que se han enamorado por correspondencia, consiguen reunirse al sincronizar sus tiempos y espacios, pero hay un detalle: ambos ya se habían encontrado y besado una vez, sin que supieran a ciencia cierta que eran los interlocutores de sus cartas. El primer y oportuno «te amo» de Kate, en su última carta, es la llave que hace posible el acompasamiento de ambas temporalidades y pone fin al destiempo de sus amores.
La película no consiguió una crítica mayormente favorable, cierto. El argumento es difícil, sin dudas, y supone una cierta formación filosófica para entenderlo y valorarlo, pero logra a cabalidad contar una historia, un drama de amores desencontrados. Hay en la película otras narrativas secundarias que son fascinantes, como la de la relación entre Alex y su padre Simón (un arquitecto famoso, ante el cual Alex se siente disminuido), o la de Kate y su exnovio Morgan, o la de Alex y su hermano Henry, todas marcadas por el signo del destiempo. Lo que me interesa aquí, sin embargo, no es hacer una crítica de la película, ni siquiera explicar el argumento —magistralmente hilvanado por el guionista David Auburn (Premio Pulitzer 2001)—, sino hurgar en el sustrato filosófico de una trama tan interesante como rica en significados.
Cuando nos ubicamos en la perspectiva del tiempo kronos, la acción ocurre en una sucesión de tiempo y espacio. Es la temporalidad rígida de la historia y todo cuanto en ella tiene lugar, pero ¿es la única dimensión temporal? No. El tiempo de la psiquis humana es bastante más diverso y complejo. En él los planos temporales pueden superponerse o sucederse sin lógica aparente, y las acciones son susceptibles de deformarse en su percepción e interpretación, lo mismo que el espacio. Es el tiempo kairós, y es particularmente interesante que haya sido un dios griego casi desconocido si se lo compara con Kronos.
Hay que partir del hecho de que para los griegos el concepto kairós representaba significados algo diversos, que iban desde «el momento oportuno» (Aristóteles) hasta «la acertada intuición» (Eurípides). En todo caso, kairós no es una temporalidad que dependa de las magnitudes cuantitativas del tiempo, sino de las subjetivas, inestables e imprecisas cualidades perceptivas de la naturaleza humana. Por ello se explica que dos personas que habiten en un mismo espacio y tiempo kronos vivan temporalidades kairóticas desfasadas. Las relaciones humanas ocurren en el tiempo cronológico, pero se consuman en la kairosis. Esta es parte del drama de la vida real captado por Agresti.
El término kairosis remite a la épica —y por extensión a la narrativa— y consiste en el momento oportuno en que el personaje, fundiéndose con su circunstancia, se integra finalmente a su narrativa personal y consigue la empatía del espectador o lector. Lo mismo que en la kénosis (lírica) y en la catarsis (tragedia), la dimensión perceptiva del momento en la kairosis —tanto desde el yo como desde el otro— es esencial para construir el kairós. No existe tiempo kairótico sin la mismidad relativizada, puesta en la perspectiva de la alteridad.
El amor, para infortunio de muchos, ocurre en la cronicidad, pero se realiza en la kairosis. En toda la escala del tiempo humano (unos dos millones y medio de años desde la aparición del Homo), cada uno de nosotros es apenas un chispazo. Desde dicha escala es imperceptible la diferencia de duración entre los chispazos que fueron Novalis y Sodimejo, por ejemplo, y, sin embargo, coincidimos con un pequeño puñado de otros chispazos, entre los cuales podríamos hallar uno con el cual hacer kairosis en el amor.
Desde esta perspectiva, el amor es un milagro —en el sentido que esta palabra tiene proviniendo del latín miraculum, «admirarse»—, por tanto, un prodigio. Cuando en medio de ese pequeño enjambre de luces somos capaces de hallar una con la cual sintonizar a la misma frecuencia e intensidad lumínicas, todavía queda el reto de acompasar, en un mismo espacio, las personales y subjetivas temporalidades kairóticas. Pasar del tiempo al momento oportuno supone la kairofanía —la epifanía del kairós—, un dificilísimo ejercicio y conjunción de la razón, el sentimiento, la intuición y la voluntad que no siempre termina bien, y entonces es factible quedarnos en el andén, solos, viendo alejarse en el tren un pedazo de nuestra narrativa que no fue.
En La casa del lago, Agresti reproduce atinadamente este drama. A veces el amor llega y la kairosis tiene un destiempo de dos, cinco o quién sabe cuántos años. A veces kronos y kairós, como sus respectivos dioses griegos, viven incordiados y no hay modo de sincronizarlos. Pero a veces el tiempo y el momento vibran al unísono y la kairofanía revela la manifestación de la tercera temporalidad griega, la más frágil, la aiónica: la eternidad del presente emancipado del ayer y del mañana.