Un intelectual lo es en la medida en que es capaz de producir una comunidad de discurso —incluso posterior a su muerte— a partir de textos seminales. No existe una teoría sobre qué sea un texto seminal más allá del empleo del término para referirse a aquellas publicaciones que tienen un carácter fundacional o primigenio; en tal sentido, el Diccionario de la lengua española ofrece tres acepciones de la palabra seminal que remiten a la noción de ‘fecundidad’; por consiguiente, un texto seminal es un texto fecundo, fértil.
Pero ¿en qué consiste dicha fecundidad? La sola idea de la fertilidad verbal remite a un erotismo del texto capaz de convertirlo en sensualidad adictiva y seducción de la inteligencia. La erótica textual, sin embargo, no tiene por fin la simple obsesión del lector por cierta esbeltez del lenguaje. Nada sería más estéril. Cuando el lector es sometido placenteramente por las palabras, estas lo subsumen en un abarcamiento cultural tal que en su deleite se hace uno con el flujo de humanidad.
En esta unión del lector con el flujo de humanidad tiene su rasgo definitorio el texto seminal porque propende a la fecundidad textual. Quien lea Ser y tiempo, de Heidegger, por ejemplo, no podrá menos que sentirse conectado con la noción parmenidiana de verdad y con la corriente de saberes que tal concepción engendró. Claro está, siempre que se trate de alguien que sepa reconocer dicho torrente cultural.
Hay un aspecto más sobre el texto seminal, además de la sensualidad semántica del lenguaje y de su capacidad para conectar gozosamente con un flujo de humanidad: su poder relacional de lo diverso. Cada lenguaje entra en relación con otros lenguajes —que a veces flotan a la deriva en el torrente de humanidad—; en tal sentido, el intelectual es una suerte de tejedor de naufragios textuales, pues, entendiendo la potestad relacional de lo diverso, hace devenir la soledad insular de las palabras en archipiélago simbólico. El símbolo, por tanto, engendra vida en la intersección entre τέχνη (téchne; ‘producción, acción eficaz) y Ἔρως (eros; ‘amor y deseo’). En esto radica la auténtica fecundidad del texto seminal.
Esta capacidad de conectar fragmentos discursivos es la virtud por excelencia del intelectual, cuya producción supone, en consecuencia, una aptitud relacional de lo diverso, una disposición a rescatar la palabra de su naufragio simbólico para ponerla en coniuctio. Para los antiguos romanos, el término coniuctio tenía varias acepciones: ‘unión, lazo, relación, unión conyugal, parentesco, amistad, trabazón armoniosa de la frase, conjunción gramatical’. Como se echará de ver, todas relacionadas, de un modo u otro, con el vínculo fecundo, humano o verbal.
Ahora bien, ¿cómo se logra ir más allá de la simple y formal conjunción de palabras y sentidos? En lo que S. T. Coleridge llamaba «poder esemplástico» o imaginación secundaria, podría haber una clave:
Sostengo que la imaginación primaria es el poder viviente y principal agente de toda percepción humana, y como una repetición en la mente finita del acto eterno de creación en el infinito yo soy. La [imaginación] secundaria la considero como un eco de la primera […], difiriendo de ella solo en grado y en el modo como funciona. Disuelve, difunde, disipa para recrear […], lucha por idealizar y unificar. Es esencialmente vital, mientras que todos los objetos (como objetos) son esencialmente fijos e inertes.
El poder esemplástico, πλάσσω (en griego antiguo, ‘moldear en uno, modelar, amasar, esculpir’), tal como lo entendía Coleridge, se basa en la imaginación secundaria y su capacidad recreativa, a cuyo fin primero disipa la realidad de lo diverso (en el lenguaje) y luego la une (en la imaginación) sin que pierda su valor diferenciador.
Cuando el intelectual alcanza a construir un texto seminal y lo difunde, siquiera sea de manera reducida, casi inevitablemente surge una comunidad de discurso en torno de aquel, alimentada primero por los comentaristas y más tarde por la crítica. Podría decirse que —en el sentido que se pretende darle aquí y no solo en el de su acepción lingüística— la comunidad de discurso es el pensamiento originario del autor expandido luego en múltiples voces.
Se sabe, por ejemplo, que la obra poética de John Donne no fue publicada en vida, sino que circuló manuscrita entre sus contemporáneos; ello no fue, sin embargo, óbice para que se lo considerara, en su tiempo, el poeta conceptual inglés más importante entre los siglos XVI y XVII.
Si hay algo propio de un texto seminal es cierta capacidad de este para que algunas de sus afirmaciones tengan semánticamente un carácter extensional, esto es, que su contenido tenga tantas implicaciones y tan densas y ricas que propalen toda suerte de desarrollos conceptuales, lo cual se puede comprobar, por decir un caso, en la relación que existe entre la deconstrucción derridiana y la noción de Destruktion en Heidegger.
La comunidad de discurso no abarca solo aquella extensión argumental de un contenido seminal, sino hasta su particular extensión contraargumental. Alguien podría decir que esta última no representa la voz originaria del autor; quizás sea bueno recordar, a modo ilustrativo, que el Wittgenstein de Philosophishe Untersuchungen se deslindó de aquel otro del Tractatus lógico-philosophicus. La contradicción y el deslinde respecto de sí son factibles —en cuanto posibilidades reflexivas— tanto en la propia voz del productor textual como en la facultad (re)creadora de la comunidad de discurso.
La comunidad de discurso es a la voz originaria del autor lo que la imaginación secundaria de Coleridge es a la imaginación primaria; aquella parte de la obra original del escritor para atomizarla, evanescerla en el análisis reflexivo, y luego volverla a unir en un todo recreado y nuevo que es eco de dicha originalidad, si bien con sus rasgos autónomos y propios. En ello radica la fecundidad intelectual.
El valor de la intelectualidad radica en la posibilidad de enriquecer el flujo de humanidad. La construcción de un pensamiento coherente y con el ancla a cierta profundidad categorial no es tarea fácil; pero es uno de los modos de responder a la liquidez de la modernidad y a la angustia existencial por lo que depare el futuro de nuestra civilización.
La atomización de las categorías conceptuales, tan propia de la modernidad líquida, pone en peligro la capacidad de entender el mundo desde cierta coherencia teórica, lo cual implica una suerte de empirismo sin respaldo racional; en este sentido, se corre el riesgo de entrar a la noche y niebla de la moderna liquidez sin mayor apresto que los pies y la soberbia de creerse capaz porque sí. El peor modo de avanzar hacia la niebla es… la simpleza de criterio.
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