Por fin se realizó la elección presidencial en Estados Unidos. Un resultado que se presagiaba “de fotografía” resultó en el triunfo rotundo de Mr. Trump, quien no solo obtuvo y superó el número de electores para ser declarado vencedor a la luz del obsoleto pero constitucional sistema electoral de Estados Unidos, sino que también consiguió un amplio respaldo en el voto popular total, lo cual lo hace definitivamente inobjetable. Recordemos que en el año 2000 el presidente Bush (h) ganó el colegio electoral habiendo obtenido menos votos populares que Al Gore y en 2016 ocurrió lo mismo con Hillary Clinton, quien también superó a Trump en voto popular, pero no dentro del esquema constitucional de electores. Gusten o no esas son las reglas del juego y no hay un arrastrado Elvis Amoroso para desconocerlas, ni un Tribunal Supremo de Justicia para avalar un despojo.
La trascendencia de esta elección y su resultado generó interés mundial toda vez que no solo a nivel interno sino planetario abre espacio a conjeturas y especulaciones acerca del rumbo que pudiera tomar la nueva administración (después del 20 de enero) tanto en la política interna como en la exterior.
Comenzaremos comentando algunas cifras que no recibieron la relevancia trascendente al momento de la consideración individual del voto de cada ciudadano. Entre ellas, por ejemplo, la deuda pública interna comparada entre distintas administraciones recientes. Trump empezó en 2016 con 19,9 billones de dólares (en inglés estadounidense ellos traducen como trillones) y finalizó con 27,8 billones como consecuencia, entre otras, de la epidemia de COVID-19 y el entonces muy festejado logro de la disminución de impuestos que, al final, favoreció preferentemente a los ricos. Bill Clinton inició su período en 1993 con 5,7 billones de deuda interna y dejó el cargo en enero de 2001 con dicha deuda reducida a 4,2 billones de dólares, luego de haber logrado superávit presupuestario durante sus últimos 2 años de gestión, última vez que ello ocurrió en Estados Unidos. La presidencia de Biden, que inició con una deuda pública de 27 billones, la sitúa hoy en la estratosférica cifra de 36 billones justificando su incremento en las consecuencias del COVID-19 y la aprobación e implementación de la “Ley de Infraestructura”, con la cual ciertamente se está renovando la planta física del país (carreteras, puentes, diques, etc.), algo similar a lo que hizo el entonces presidente Eisenhower en la década de los cincuenta y que aún sostiene el desarrollo del país.
Lo anterior, junto con el fenómeno inflacionario -que fue y es mundial- en su momento permitió hacer menos severa la crisis del COVID y generar luego un incremento no despreciable en la actividad económica que -para su desgracia- no se correspondió con la realidad comprobable en el supermercado, donde los precios desafiaron y desafían cualquier explicación de los economistas, pero que sí influyeron decididamente en la percepción popular a la hora de emitir el voto castigo.
Además, Biden muy poco contó con el apoyo y colaboración del Congreso, que en la mayoría de los casos, por razones políticas, obstruyó muchas de sus iniciativas. No hay más que anotar el proyecto convenido en forma bipartidista este mismo año 2024 para endurecer las leyes de inmigración, el cual por intenciones no negadas de Trump fue rechazado de plano por los legisladores republicanos, dando lugar a la persistencia de la tremenda e incontenible crisis migratoria, que fue uno de los principales argumentos de la campaña republicana.
Sin pretensión de haber agotado el tema interno pasaremos al internacional con algunas pinceladas de lo que pudiera esperarse en ese campo.
1) Incremento del aislacionismo que ha caracterizado muchos períodos de la política exterior norteamericana. El eslogan “America First” rescata un entendible anhelo nacionalista, pero también conlleva aspectos negativos, teniendo en cuenta su efecto en el liderazgo de Estados Unidos en el mundo, especialmente si tomamos en cuenta la política expansionista de Rusia y los desafíos del Medio Oriente, Israel, Irán, Norcorea y América Latina, cuyos efectos no solo repercuten en cada área sino que afectan el equilibrio global.
2) Como consecuencia de lo anterior, Trump ha anunciado su enfoque crítico hacia la OTAN, el cual ya había adelantado en su primera administración sustentándolo en la falta de equidad en la contribución económica para la defensa común que deja a Estados Unidos el pago de la mayor parte de la cuenta. Ello le ha permitido a Trump afirmar que si Europa no paga lo justo, Estados Unidos no acudirá a su defensa en caso de ataque por Rusia u otro enemigo… Esta afirmación es peligrosa porque constituye un incentivo a los planes expansionistas de Putin, quien se verá menos amenazado.
3) Como consecuencia de lo anterior y auscultando el ambiente que prevalecerá en el Congreso, con ambas cámaras a favor del presidente Trump, lo primero que irá a ocurrir será el cese de la ayuda económica y militar a Ucrania, con la inevitable consecuencia de que ese país perderá la guerra y con ella las áreas geográficas orientales ya ocupadas por Rusia. Tal desenlace no haría sino acelerar la idea que ya ha asomado Putin, que es la de incursionar en Moldavia (limítrofe con Ucrania), donde él cree que pudiera generar condiciones internas para intentarlo. De allí en más solo Dios sabrá.
4) En lo continental es donde existe la mayor incertidumbre acerca de cuál pudiera ser la política de la nueva administración. La historia nos revela que Estados Unidos no considera ni ha considerado nunca a América Latina como prioridad pese a haberlo anunciado varias veces (Alianza para el Progreso, Plan Colombia, etc.).
El único frente al cual Trump pudiera tener en cuenta en América Latina es México, que por su posición geográfica, intercambio comercial, lazos históricos y hasta demográficos es difícil de ignorar, tanto más cuanto la actual presidenta, Claudia Scheinbaum, ya ha dado muestras de su actitud confrontacional con Estados Unidos que -según afirma- refleja el sentir de la mayoría de la opinión pública de su país.
Con Venezuela solo podemos hacer especulaciones acerca de si la nueva administración pondrá cara fea a la dictadura de Maduro o si, por el contrario, se acomodará a una convivencia pragmática. Pronto lo sabremos según la actitud que tome respecto del reconocimiento de Edmundo González Urrutia como presidente electo y eventualmente como presidente de Venezuela, como en su momento lo hizo el mismo Trump con Guaidó, quien no venía avalado por 8 millones de votos como es el caso de González Urrutia.
Recordemos la famosa frase “todas las opciones están sobre la mesa” pronunciada por el entonces presidente Trump en Miami en septiembre de 2018. Terminó su mandato en 2021 sin que ninguna de dichas opciones hubiera visto la luz de la acción. Por eso es preciso tanto ahora como lo fue antes tener en cuenta que cualquier determinación que tome un presidente de Estados Unidos será pensando en el interés de su país, no en el de la democracia venezolana. Lo ideal es que ambos intereses sean coincidentes, que no siempre lo son como desgraciadamente lo ha demostrado la administración Biden a lo largo de su mandato.
Naturalmente, en el breve espacio de un artículo de prensa no se puede sino abordar algunos argumentos que a primera vista lucen importantes. Esperamos en próximas entregas, cuando hayan mayores elementos de juicio, comentar sobre el particular.
apsalgueiro1@gmail.com