Por Antonio Pou*
El pasado 7 de octubre de 2022 tuve el placer de participar en el coloquio Educación y Ciudadanía Ambiental, convocado por la Academia Nacional de la Ingeniería y el Hábitat. Fuimos cuatro los ponentes, pero hubo dos que se situaron en los extremos de una línea en la que cabe todo lo ambiental: lo concreto, con Julio Alexander Parra que presentó la extraordinaria labor ambiental que Geografía Viva está llevando a cabo en el mundo rural del Páramo merideño, y lo abstracto, con ribetes de extraterrestre, que presentó un servidor. Resumo en este artículo mi ponencia y añado una serie de consideraciones que parecen abstracciones lejanas, fuera de lugar, pero que para mí son tan cercanas como el aire que respiro.
La atmósfera terrestre, sin el conjunto de seres vivos que forman lo que llamamos biosfera, sería irrespirable para nosotros. Los materiales del interior del planeta están sometidos a una enorme presión, por el peso de todos los que están encima de ellos. Cuando esos materiales son transportados a la superficie, rápidamente por volcanes o lentamente por las fuerzas tectónicas, lo liviano del peso de la atmósfera libera gases atrapados en los materiales. Parta piedras con un martillo, acerque su nariz, y comprobará que algunas de ellas huelen. Los perros, puercos y otros animales pueden detectar la presencia de ciertos metales y han descubierto más de una mina.
Los gases que desprenden las piedras y los volcanes no nos sirven para respirar, pero sí a seres como algunos tipos de cianobacterias, que los digieren y los excretan transformados. Otros seres se alimentan de esos gases de segunda generación y los transforman a su vez. Tras muchos pasos la vegetación produce excretas gaseosas respirables por los mamíferos, entre ellos, los humanos. Gracias a toda una larga cadena, que está permanentemente en funcionamiento, nuestra especie puede habitar un planeta que de otra forma sería inhóspito para seres tan delicados como nosotros. Delicados sí, pero descerebrados también y parece que echamos de menos un poco de gases tóxicos tan saludables como el humo del tabaco.
Usando un símil tecnológico, podríamos decir que la atmósfera es el producto de una máquina de fabricar aire respirable para una serie de seres. Esa máquina, en realidad, una cooperativa biológica que llamamos biosfera, funciona en automático, tamponando los muchos efectos desequilibrantes que llegan constantemente a la Tierra procedentes del espacio exterior, a base de regular el número y composición de las especies que intervienen en la depuración.
Como esto lleva miles de millones de años funcionando, hay mucho ser especializado, cada uno al cargo de tratar un tipo de sustancia diferente. Lo que no se es capaz de gestionar va al cubo de la basura geológica y la tectónica se encarga de enterrarlo en profundidad. Y así ha sido durante mucho tiempo hasta que hemos llegado los humanos, que todo lo revolvemos. Creyéndonos muy listos, hemos sacado esa basura, que llamamos carbón o petróleo, y la quemamos, estresando así el funcionamiento de la máquina y sus operarios, a los que obligamos a hacer horas extraordinarias. Por otro lado, gracias a ella, los humanos hemos podido multiplicarnos exponencialmente y desarrollar una fabulosa tecnología.
La cosa aún era llevadera hasta que, en nuestro entusiasmo creativo, hemos empezado a fabricar substancias y gases que son nuevos en la biosfera y que por tanto no hay operarios especializados en tratarlos. No solo eso, sino que resultan tóxicos para muchos, humanos incluidos.
Ahora tenemos un problema. La máquina no puede funcionar sola, en modo automático, y no queda más remedio que pasar al modo manual. Hacen falta ahora toda una generación de nuevos operarios especialistas en cada una de las substancias distintas que hemos creado, que son miles. La biosfera lo hará, pero eso lleva tiempo: miles de años, con lo cual me temo que no podemos esperar tanto tiempo y no queda otro remedio que ponernos nosotros a la tarea. Al fin y al cabo, nosotros empezamos a meter la taladradora en la computadora y no nos queda otra que tratar de aprender su funcionamiento, que es complejísimo, reparar lo que podamos, y a hacernos cargo de implementar las funciones de depuración que hemos distorsionado. Eso, o estar dispuestos a que la población mundial actual, cerca de ocho mil millones, se reduzca a la centésima o milésima parte en no muchos años.
Por supuesto, tenemos capacidad técnica para hacerlo, lo que nos falta es resolución para atender a los problemas que son realmente importantes y para dejar de contemplar nuestro ombligo. Necesitamos despertar, lo cual no es fácil cuando uno se encuentra en mitad de un sueño colectivo, y estamos animándonos mutuamente a seguir soñando.
El remedio más eficaz para despertar es la necesidad, pero algunas de las herramientas más útiles se han generado en sueños y necesitamos esas herramientas para hacer funcionar la maquinaria en modo manual. Así que nos haría falta estar medio dormidos y medio despiertos al mismo tiempo: un funambulismo en la cuerda floja para el que convendría nos fuésemos preparando cuanto antes.
A aquellos con espíritu catastrofista que acuden mucho a historias del pasado para vaticinar la llegada del fin del mundo, hay que recordarles que, si bien nuestros problemas son ahora más acuciantes (somos mucha gente en el planeta), también contamos con nuevas y poderosas herramientas como Internet,que nos otorgan capacidades que eran inimaginables hace tan solo veinte años. Nuestras mentes se están amalgamando, en la nube, formando una mente colectiva con una capacidad poderosa, como si el Humano (ser virtual de 3.000 metros de altura, modelado a partir de toda la biomasa humana actual), fuese ya el modelo de los Homo sapiens que nos sucederán en la siguiente etapa evolutiva natural.
Pero el camino no va a ser fácil y hacen falta buenas dosis de realismo. Quizá la primera de ellas es tener en cuenta nuestras propias limitaciones. Somos un animal más evolucionado que los demás mamíferos, pero, desde un punto de vista biosférico, seguimos siendo animales. Conocemos lo que conocemos y si fuésemos un poco más conscientes de las limitaciones, teniéndolas en cuenta a la hora de pensar y actuar, podríamos conocer mucho más.
Una de las limitaciones más evidentes es consecuencia de que en una cavidad craneal como la nuestra, caben tantas neuronas, pero no más. El diseño de la naturaleza ha tenido que hacer equilibrios para compaginar el tamaño de la cabeza al nacer con el tipo de necesidades que tendríamos como adultos. Así ha concentrado nuestra capacidad de atención en lo que está más cerca de nosotros, tanto en el espacio como en el tiempo.
Lo que está más cerca de nosotros, en un medio natural, suele ser más importante, más real, más urgente, que lo que está lejos. A medida que se trata de asuntos más alejados se ven con menos realismo, menos definición, más abstractos. Podemos decir cuántos objetos hay de un mismo tipo, sin contarlos, siempre que no sean más de cinco, o seis, aunque los identificamos mejor cuando son cuatro o menos. Una habilidad comparable a la de otros animales como los cuervos. Para cantidades superiores podemos contar, pero ellos no.
Los dedos son un magnífico ábaco y para cantidades mayores recurrimos a añadir ceros, todos los que queramos. Como sabemos hacerlo, creemos que podemos comprender cualquier cantidad. Nos permitimos lucubrar con viajes interestelares pensando en ir a algún exoplaneta que esté cerca de Próxima Centauri, a “solo” 4,35 años luz. Lo mismo hacemos con el tiempo y hablamos con cierta familiaridad de los dinosaurios, que se extinguieron hace “solo” 65 millones de años. ¿Alguno de ustedes consigue hacerse una idea intuitiva, verosímil, de cuánto es eso? Por lo menos yo no, pero sí tengo muy claro que dentro de quince días tengo que pagar el recibo de la luz.
El camino desde realidades concretas a conceptos abstractos es continuo y nos cuesta distinguir cuándo abandonamos un territorio y entramos en otro. La costumbre nos familiariza con conceptos abstractos y nos da la impresión que los comprendemos, pero la realidad puede ser muy otra. El mundo científico maneja con autoridad cifras y complejos conceptos abstractos que parece llegan a convertirse en realidades internas, pero generalmente no se confunden con lo cotidiano, la sensación de hambre, necesidades de la naturaleza, relaciones personales; lo abstracto se archiva en un lugar diferente del cerebro.
Digo todo esto porque lo que he contado de la máquina biosférica, la que nos mantiene en vida, lo archivamos, en el mejor de los casos, en el mismo lugar en el que archivan los científicos sus conceptos y cifras, pero no lo interiorizamos. Por eso, el ambiente global es una realidad de la que dependemos instante a instante, que está Inter penetrada por la realidad cotidiana y de la que podemos hablar y hablar sin comprenderla y sin que afecte a las decisiones del día a día.
Tendríamos que ser extraterrestres, habituados a mantener permanentemente la atención en regular la composición de los gases de su ovni y en gestionar sus residuos, como tienen que hacer los astronautas de la ISS. Desde donde estén, si están, los extraterrestres mirarán alarmados al planeta Tierra y se preguntarán por qué no actuamos ya.
Por eso me ha interesado una noticia que acaba de aparecer en los medios: William Shatner, el actor que representó hace años al capitán Kirk en la serie StarTrek, ha publicado su biografía Boldly Go. En el libro relata el viaje que hizo a los confines del espacio a bordo de una nave Blue Origin, invitado por Jeff Bezos. A diferencia de las cápsulas en las que viajan los astronautas, la Blue Origin dispone de unos amplios ventanales que ofrecen una espléndida visión de 365 grados.
En su viaje de 10 minutos de ida y vuelta hasta 107 km de altitud, el capitán Kirkpermaneció unos tres minutos en ingravidez, pero esos minutos han transformado lo que le quede de vida. Tuve la oportunidad de seguir por televisión, en directo, el vuelo y aterrizaje. Cuando abrieron la portezuela, salió Shatner con cara de desconcierto y durante los siguientes minutos parecía estar fuertemente afectado. Efectivamente, ahora en el libro relata que al llegar a tierra se pasó diez minutos llorando. La experiencia no había sido nada de lo que él había imaginado y dice que lo que vio en el espacio fue muerte y debajo, en la Tierra, vida. Shatner lamenta, llora, la destrucción que estamos ocasionando, porque ha “visto” que este planeta es lo único que hay a nuestro alcance. William Shatner ha transformado una visión abstracta, romántica, que muchos compartimos, en algo muy concreto: en experiencia vivida.
Para la persona que lo ha vivido, la visión de la Tierra y nuestro comportamiento, es tan real y concreto como los problemas y soluciones ambientales en los páramos de Mérida. Ambos son ciertos e igualmente importantes, aunque la forma de abordarlos sea muy diferente.
¿Necesitamos que nuestras élites viajen al espacio para que cambiemos el chip, como se suele decir? Los caprichos de los pudientes los pagamos entre todos (ambiental y económicamente) y siempre me pareció que los viajes turísticos al espacio, para pasar allí unos breves instantes y no hacer otra cosa que disfrutar de la sensación del privilegio de poder hacer el viaje, era una solemne tontería que añadía unas onzas más de peso a la injusticia social. Ahora me doy cuenta de que, en ciertos casos, pueden merecer la pena.
Ante la imposibilidad de que la mayoría de personas tengamos la oportunidad de viajar tan lejos, derrochando y contaminando tanto, para que cambiemos el chip, se me ocurre que se podría recurrir a atracciones de feria con simuladores de realidad virtual que sustituyesen a los viajes. Nos divertiríamos, y las personas con un mínimo de sensibilidad quizá aflojásemos los tornillos que sujetan al chip y lo cambiásemos por otro.
(*) Antonio Pou es profesor honorario del Departamento de Ecología de la Universidad Autónoma de Madrid. Como miembro de la delegación española participó en los tres primeros años del IPCC (el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), en el Comité Directivo y en el Grupo de Respuestas Estratégicas. Actualmente realiza investigaciones sobre análisis automático de la circulación general atmosférica por medio de imágenes satelitales.
Ambiente: situación y retos es un espacio coordinado por Pablo Kaplún Hirsz.
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