Una orquídea o una mariposa. Eso creyeron ver, desde su individual percepción, los que presenciaban un ensayo de Loïe Fuller, quien intentaba amoldarse a un nuevo, amplio y blanco vestuario, justo en el instante en el que un foco de luz, proveniente de lo alto del escenario, se posara en su cuerpo en movimiento.
Esta anécdota, en apariencia simple y sin trascendencia, se convertiría en el punto de partida de una de las indagaciones estéticas más reveladoras de la danza escénica occidental, experimentadas en la transición de los siglos XIX y XX. Loïe Fuller, la singular actriz y bailarina estadounidense, cayó en cuenta, casi por casualidad, del efecto sensorial que la iluminación proyectada sobre un cuerpo danzante podía producir en el espectador.
Este hecho resultó un hallazgo que, en más de un aspecto, revolucionó no solo la danza sino las artes escénicas en general, durante el tiempo descollante de las vanguardias artísticas fuertemente transformadoras de la creación en el hemisferio.
Fuller exploró esta inédita vertiente que se abría ante ella, coincidiendo con acontecimientos trascendentales para la humanidad: la progresiva masificación del uso de la energía eléctrica determinante de un desarrollo insospechado, el auge de la fotografía que hizo imperecederas las imágenes de la realidad y las dotó de valoraciones subjetivas, así como el advenimiento del cine como paradigmático arte recreador de todas las circunstancias humanas. En ese contexto, las visiones de la bailarina significaron la estructuración de códigos corporales y plásticos, surgidos en sintonía directa con la innovadora tecnología.
La primera presentación hace casi 130 años de Danza serpentina, obra precursora y síntesis de la concepción escénica de Fuller, en el Casino Theater de Nueva York, encauzó la danza. Seguramente sin intención alguna por parte de su creadora, hacia caminos de implicaciones psicológicas en medio de una avanzada concepción abstracta del movimiento.
Su revelación inicial, seguida de una esclarecida intuición y una meticulosa investigación, se concretó en acciones teatrales inimaginables en ese entonces, que condujeron a la intérprete, proveniente inicialmente del mundano género del vodevil, hacia elevados niveles de elaboración estética altamente incitadora a los sentidos y al espíritu.
Del cuerpo de la bailarina ―robusta y pequeña de estatura― cubierta con una gran tela intervenida cromáticamente, surgía un movimiento de incesante torso y brazos extendidos por finas varas para acentuar el desarrollo de sus líneas, que sugería disimiles imágenes y llevaba hasta el éxtasis.
No había historias ni gestos crispados. La espontaneidad en su expresión adquiría una condición volátil, no romántica, sino inquietantemente moderna. Fuller replanteó la iluminación naturalista en la escena y procuró la estimulación de los sentidos, mediante la fusión en un solo lenguaje del color y el movimiento.
Danza serpentina constituye una obra, más que de ruptura con el pasado, de impulso genuino y poderoso. Un breve acto solista de reafirmación plena. En 2008, el Instituto Universitario de Danza la presentó quizás por primera vez en el medio venezolano, dentro del programa escénico Libertarios. Precursores de la Danza Moderna. Fue un proceso del coreógrafo Rafael González, quien se planteó la integración de esta pieza reveladora con Danza del fuego, otra obra icónica de la autora, igualmente de sorprendentes efectos lumínicos.
Isadora Duncan, destacó de su contemporánea: “Loïe Fuller personifica los innumerables colores y las formas flotantes de la libertad”.
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