Todos estamos concernidos en el flujo de la humanidad.Lo admitamos o no, formamos parte de una prosecución causal.Nuestro ser obedece a este elemental principio, pues somos la consecuencia remota de una suma de actos volitivos ancestrales. Las decisiones de nuestros antepasados —incluso las que ignoramos— han condicionado nuestra actual existencia. Del mismo modo, cada acto de voluntad mío afectará a mis descendientes, a unos más y a otros menos, pero, al cabo, estarán tocados irremisiblemente, siquiera sea levemente, por mis actuales determinaciones.
El lugar en que nacimos, por ejemplo. No lo pensamos, pero o bien es una ruptura ancestral con la querencia o bien es su afirmación. En cada caso es consecuencia de la decisión de alguien que nos antecedió. Nadie decide nacer donde nació. Otro tanto pasa con el nombre y los apellidos, y con los paradigmas y valores familiares, y con algunos comportamientos atávicos. Todos recibimos al venir al mundo una alforja que no está vacía.
Si largamos la mirada más allá de nuestra familia, notaremos que otro tanto pasa con la aldea, la urbanización, el pueblo, la ciudad o el país. También están inscritos en el flujo de la humanidad. Es un torrente muy antiguo que nació con el primer homo que tuvo conciencia de sí y acabará con el último individuo de la especie. Entre uno y otro nos hallamos todos, y sería ingenuo pensar que la acción criminal de un general romano del siglo I a. C., o el amoroso gesto de un emperador musulmán en Agra a mediados del s. XVII no tienen nada que ver con nosotros.
Una simple práctica contemporánea como lavarse las manos antes de comer tiene su antecedente más remoto en la cultura judaica de hace 5.000 años —justificada por el hecho de que se comía con las manos—. O la costumbre de descansar el día domingo, asumida como tal desde el 3 de marzo del año 321 cuando Constantino decretó el Dies Solis (Día del Sol), reminiscencia aún conservada en el inglés: Sunday. Ambas son ejemplos de actividades que han pasado de padres a hijos, y evidencian el flujo de humanidad.
En cuanto a las palabras, tenemos algunas que usamos hoy lo mismo que se usaban hace 2000 años en latín como candela o libra, y otras más antiguas, provenientes del celta, a saber: carro, cerveza y camino. Y ahora que hablamos de lenguaje, un ejemplo del flujo de humanidad es el sustantivo áncora. Así se denomina a la horquilla que en los relojes mecánicos se ubica entre el escape y el volante, y que es responsable del característico sonido de tictac. ¿Por qué la mencionamos? Porque áncora es una palabra latina que provino del griego, de modo que los relojeros se refieren a ella en latín antiguo… tal como si el tiempo no hubiera transcurrido.
Pero no es necesario remontarse tanto. Si miramos con atención a nuestra familia, reconoceremos usos y costumbres de los abuelos en los nietos: un modo de saludar, una manera de sentarse o de gesticular, un giro de palabras o una forma de preparar un plato. Quizás una canción cantada desde hace cien años, de la que nadie sabe ya dar cuenta, o tal vez un ritual para cierta festividad religiosa. En definitiva, notaremos una impronta, una identidad marcada nítidamente, un ADN cultural.
Todos estamos concernidos en el flujo de la humanidad. La prosecución causal ha hecho posible que hoy seamos quienes somos y que estemos donde nos encontramos. Entenderlo nos da la serenidad requerida para comprender que conformamos algo mayor. Se podría decir que, de algún modo, perder el sentido de la vida y, por tanto, la voluntad de vivir tendría que ver con una pérdida de esta conciencia de ser parte de un todo. Lo que soy se implica en el ser de los otros y allí, en dicha intersección, habita la conciencia de ser un vector existencial.
Esta conciencia nos tiene que decir que tenemos un rol fundamental en la humanidad: cada uno trasiega una manera de ser y existir de un punto a otro del flujo de humanidad, y lo hace de un modo único e irremplazable. En dicho trasvase, porta además el legado de sus ancestros y entra en contacto con otros, que serán parte del flujo. Por ello cabe preguntarse: ¿cómo afectará mi presente al futuro de quienes viajan conmigo en esta brevedad llamada vida?