OPINIÓN

Existir dialógicamente

por Jerónimo Alayón Jerónimo Alayón

Hay una estrecha relación entre libertad, responsabilidad y voluntad. También entre razón, verdad y el bien común. Son los dos rieles, por decirlo así, de la conciencia. Por supuesto, ya se sospechará que me estoy alineando en clave existencialista. Me gustaría comenzar por una noción apenas esbozada por el filósofo español Manuel Mindán en la década de 1940, la de horizonte interior, y desarrollada por mí en otra ocasión.

Somos la única especie capaz de facultarse contemplativamente ante las cosas para desatar sus límites ontológicos. Al hacerlo, estas adquieren otra propiedad incluso insospechada. Es una operación en la que la persona logra para sí una trascendencia gnoseológica. Al explayar sus modos de conocer, deja de estar cerrado sobre sí y se abre la posibilidad de trascender humana y espiritualmente al preguntarse por la verdad. Se trata, pues, de una pregunta peligrosa, ya que define la esencia del propio ser. El horizonte interior es, por tanto, el lugar antropológico por antonomasia.

En ese espacio nos preguntamos por la verdad. No es una cuestión retórica, sino existencial. Resolverla implica también —y estoy pensando en Anne Dufourmantelle— el riesgo de vivir por vivir y no por morir, pues supone una intensidad que se traduce en vitalidad extensiva. La razón suele decirnos con no mucho acierto dónde hallar la verdad, a menudo maniatada en el marasmo de las emociones. Solo eso: nos indica un destino (lo cual no es poca cosa), pero carece de fuerza para llegar a él. Hace falta una dosis de voluntad para iniciar el viaje y sostenerlo hasta su término.

Parece sencillo, pero no lo es. He conocido algunas personas que sabían lo que debían hacer, sin embargo, carecían de fuerza de voluntad para acometerlo. Esta se entrena y fortalece en los hábitos conscientes. Un hábito inmotivado es solo costumbre, no un ejercicio volitivo. Imponerse una rutina con conocimiento de causa es una buena gimnasia volitiva. Creo que ya empieza a comprenderse que no hay definición de la propia esencia sin conciencia, cuyo domicilio natural es el horizonte interior.

Esta voluntad dirigida por el entendimiento hacia la verdad no puede concretarse si no dispone de la libertad suficiente a tal fin. Isaiah Berlin, en un interesante ensayo titulado Dos conceptos de libertad (1988), distingue entre una libertad negativa (libre de) y otra positiva (libre para), la primera asociada con la ausencia de obstáculos y la segunda, con el libre arbitrio. Dicha razón devenida en motivación debe, por tanto, nacer por iniciativa propia y ser obrada sin restricciones ni interferencias.

Ahora bien, dicho así, parece una posibilidad que habría que mirar con cierta desconfianza, especialmente desde el poder. Este periplo, sin embargo, no puede orientarse por la sola satisfacción de los deseos más primarios del ser, sino que la contemplación de la verdad a partir del horizonte interior debe suponer un enmarque superior en el bien común. Quizás entonces se pueda comprender mejor aquello de «ama y haz lo que quieras», que decía san Agustín.

El hombre libre es aquel que contempla contextualmente la verdad en el bien común, y ello supone que su libertad adquiera una dimensión más plural y concitada con otras «libertades», en cuyo concatenamiento necesariamente ha de ser responsable de su razón y voluntad. La conciencia moral ha de regir, por decirlo así, la ruta que aquellas han de transitar para dar a la concepción personal de lo verdadero un vector intersubjetivo. A menudo, las verdades personales y absolutas han traído más dolor que fortuna.

Podría decirse que también hay un ejercicio inmanente de la libertad, lo cual es cierto. Yo soy libre, por ejemplo, de pasar de mi habitación a la cocina en la madrugada para saciar el hambre, pero igualmente soy libre de ir a mi universidad a formar a los profesionales del mañana de manera colegiada con mis colegas, y esto tiene mucho más que ver con el bien común y la definición de mi esencia en la promoción de la dignidad humana.

Esta última prerrogativa solo es propia de la persona y la preserva en el ejercicio consciente y responsable de su libertad. Nada violenta tanto la dignidad humana como consentir su degradación. Esto sucede a menudo cuando se limitan las posibilidades de obrar sin restricciones y haciendo uso del libre arbitrio.

El horizonte interior es, por consiguiente, el lugar antropológico donde la persona logra concebir una mirada trascendente que explaye su dignidad en el bien común. Para ello, es fundamental el logos en sus dos acepciones principales: 1) en tanto que razón de ser y 2) en cuanto que verbo. El sentido vital a menudo va unido a la trascendencia, sea esta gnoseológica, humana o espiritual, lo que supone el encuentro con el otro por medio de la palabra, esto es, el diálogo. Conviene recordar que el vocablo griego διάλογος («diálogos») está compuesto del prefijo διά («a través de») y el sustantivo λόγος («palabra, discurso»), con lo cual no sería exagerado decir que todo sentido existencial de la vida es por antonomasia dialógico.

Cuando las relaciones humanas devienen monologales, pierden su logos en tanto que sentido y en cuanto que fecundidad verbal. El encuentro con el otro debe fertilizar la dignidad humana en la posibilidad dialógica. Los soliloquios engendran el yo de la interioridad, pero son impotentes para concebir el nosotros del bien común. Aunque aquellos pueden aportar sustancia humana, este es la semilla de la que germina la articulación de las libertades compartidas y las voluntades concitadas.

Existir dialógicamente quizás sea el modo en el que la facultad contemplativa del horizonte interior pueda devenir en acción consciente y responsable, lo que supone el ejercicio de medir las posibilidades de actualizar la libertad. Con frecuencia pensamos que somos libres, pero en cualquier caso solo lo seremos en el acto de obrar sin restricciones. Lo demás es conjetura y cálculo hipotético. La existencia dialógica se concreta libremente. ¿Acaso necesitemos otra razón para educar en el libre albedrío?

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