En la calle Álvarez Gato, de aquel Madrid de principios del siglo XX, una ferretería ostentaba a ambos lados de su puerta un par de espejos, uno cóncavo y convexo el otro, que devolvían la imagen distorsionada de los transeúntes. Fue en dicho artilugio que Ramón del Valle-Inclán se inspiró para crear el género del esperpento, estrenado en Luces de Bohemia (1920).
En la duodécima escena de la obra, tiene lugar una conversación entre Max Estrella —un escritor bohemio y ciego— y don Latino —un anciano bohemio y cínico— en la que aquel dice: «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada… Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas».
Valle-Inclán hizo del esperpento una suerte de poética, una manera de hacer teatro reproduciendo la realidad española desde su reflejo en los espejos deformantes. ¿Pero qué sucede cuando estos espejos no motivan la poética de una ficción, sino el modus creandi de una realidad?
El terrorismo, sin importar que se trate del atentado masivo o de la ejecución individual, incumple el principio de mutuo e implícito consenso que hay en toda guerra para sustituirlo por el de la más descarnada imposición. La víctima de todo acto terrorista —desde el desapercibido transeúnte de Niza hasta las esculturas del Museo de Mosul—es conminada por la fuerza a pararse frente a los espejos deformantes para contemplar su propio esperpento. Hay en ello una estética espeluznante, una poética de la muerte que no debemos ignorar.
En la conversación que sostienen Max y don Latino, hay dos claves esenciales que permiten comprender la estética del horror: 1) toda belleza es absurda frente a un espejo cóncavo; 2) el sentido trágico solo puede concretarse por medio de «una estética sistemáticamente deformada».
Al respecto, Platón creía que lo bello es bueno; y Aristóteles concebía la belleza como aquello que es valioso por sí mismo; quizás por ello creemos a menudo que la belleza es un bastión donde sentirnos seguros. No pocos estetas han visto la belleza como la cima de la civilización, pero esta cima no está exenta del absurdo al ser expuesta al espejo cóncavo del terror. Los terroristas saben que la belleza a menudo es un refugio en las adversidades, así que procuran cuanto antes caricaturizarla desdibujando su silueta ante el espejo deformante.
Por tanto, la «estética sistemáticamente deformada» de la que habla Valle-Inclán es esencial para convertir la belleza en esperpento; así pues, el esperpento es la antibelleza de los terroristas. Aristóteles añadió el valor del «placer» al concepto platónico de belleza, ese placer que, paradójicamente, hemos visto en el degollador del Estado Islámico al deformar grotescamente la belleza de la dignidad humana. Al parecer —y aunque sea por razones de otra índole—, la psiquis del terrorista y su estructura de valores se han paseado también por fuera de la ferretería de la calle Álvarez Gato.
Quizás nada sea más temible que un narciso regodeándose de sí ante un espejo convexo… obligando a otros a posar frente a un espejo cóncavo. En toda estética esperpéntica subyace una hipérbole aumentativa de sí y diminutiva del otro; cuando no se puede humillar a los demás por las sofisticadas vías de la civilización, se lo hace en el reduccionismo del terror.
Hay, no obstante, algo que los terroristas ignoran, puesto que tendrían que haberse puesto frente a los espejos deformantes, como el propio Valle-Inclán, con un sentido de aceptación de la realidad: hay un límite para distorsionar la dignidad humana.
Solo aquello que tiene una silueta definidamente digna sobrevive a la desfiguración del espejo. Por más deforme que este devuelva la imagen esperpéntica, siempre podremos intuir la dignidad originaria. Eso fue notable en la decapitación de Kenji Goto. La dignidad humana del terrorista, en cambio, es una sombra informe que desaparecería rápidamente frente a los espejos de la calle Álvarez Gato… devenida en mancha ni siquiera estimable.
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