El problema de la imaginación ha hecho correr mucha tinta. A lo largo de la historia del pensamiento ha sido mal estimada, relegada a simple estorbo de las facultades cognitivas y de la virtud. Por el contrario, artistas, ocultistas e ilusionistas la han entendido como una fuerza demiúrgica, en ocasiones atada a lo místico y arcano, lo cual tampoco ha redundado en una cabal comprensión del concepto. Con Kant comienza un nuevo y más equilibrado enfoque nocional. Estas líneas intentan ser un somero panorama de la cuestión.
En Platón, el mundo sensible es un reflejo del mundo inteligible donde habitan las ideas puras. En El sofista, por ejemplo, distingue entre eikones (imágenes que se corresponden por imitación con los objetos sensibles) y phantasmata (imágenes que no se corresponden con objetos sensibles, diríamos, inventadas). Platón no fue muy condescendiente con la noción de imaginación —ni con los artistas—, pues al considerar el mundo material como un reflejo del eidético, los eikones estaban doblemente más alejados de este, ya que eran copia de una copia, y los phantasmata apenas eran un error, puesto que ni siquiera evocaban un objeto sensible.
Platón atizó la hoguera contra la imaginación, pero no fue el único. Antes lo habían hecho los mitos de Prometeo en el mundo griego y el del fruto prohibido en el hebraico, atribuyéndoles a la imaginación la causa de la pérdida de la inocencia (premisa que más tarde se incorporaría a la tradición judeo-cristiana). Aristóteles centra su atención en los eikones platónicos y desarrolla su teoría de la sensación en acto, de modo que la imaginación pasa a ser una función del alma que representa objetos ausentes, diferenciada de los sentidos.
Lo que sigue es una larga tradición neoaristotélica, refinada por santo Tomás, en la que la imaginación se sitúa a medio camino entre dos órganos epistémicos: los sentidos y la razón, y casi siempre entendida como causa de errores e ilusiones. Así pues, durante la Edad Media la imaginación es asumida —no exhaustivamente— como la voz del diablo y proclive al pecado. San Agustín es la excepción neoplatónica al concebir la imaginación, en relación con la memoria, como reproductiva del recuerdo del mundo eidético donde habitaba el espíritu antes de encarnarse, y estrechamente vinculada a las sensaciones en cuanto que acto del alma.
La pira inquisitorial contra la imaginación ardería por muchos siglos. Racionalistas y empiristas no cejarían en mantenerla viva, pero antes, durante el Renacimiento italiano, habría un brevísimo paréntesis: ciertas doctrinas ocultistas derivadas de Plotino reemplazan la imaginación mimética por otra ontológicamente productiva por medio de la magia.
Para Descartes, la imaginación es una de las cuatro facultades cognitivas del ingenio, junto a la percepción, la memoria y el intelecto. Solo el intelecto puede aspirar a la verdad. La imaginación, en cambio, reproduce imágenes de entes corporales que el intelecto debe redimensionar. Es, por tanto, una interlocutora entre la voz del espíritu (la razón) y la corporalidad de los objetos, si bien Descartes no deja de considerarla «maestra del error». Malebranche, en la línea de Descartes, la concibe como una amenaza para la razón y la moral.
El racionalista Spinoza y los empiristas Bacon, Hobbes, Locke y Hume van más allá de Descartes y execran la imaginación como facultad cognitiva auxiliar, considerando que los únicos órganos epistémicos son la razón y los sentidos. Bacon quizá es el más agresivo al negar que la razón sea capaz de librarse de los engaños de la imaginación, sobre todo cuando estos adquieren una dimensión social —y tal vez no le falte razón—. Tanto la filosofía de la Ilustración como el positivismo son deudores de esta concepción.
La pira inquisitorial contra la «loca de la casa» se mantuvo encendida hasta bien avanzado el s. XX, incluso hasta el existencialismo, sin embargo, Kant fue la gran voz disidente. En su Crítica de la razón pura (1781-1787), Kant distingue entre imaginación reproductiva (mimética) e imaginación productiva o trascendental que, además de ser el pivote entre sentidos y razón, constituye la vía a priori del conocimiento. Para Kant, la imaginación trascendental es un órgano epistémico apriorístico, pues sin aquella los datos sensibles no alcanzan el grado de representación intelectual. También corresponde a Kant rescatar para la noción de imaginación el valor intrínseco de libertad, tan esencial al «genio».
Con semejante espaldarazo arranca su andadura la imaginación en el idealismo alemán, vinculándose sólidamente a las nociones de genio y libertad. En Fichte, por ejemplo, la imaginación ofrece al dato sensible una vía de conocimiento libre y emancipada de la mimética rigidez lógica. Se trata, pues, de una imaginación totalmente productiva. En una dirección similar van los hermanos Schlegel, Schelling y Hölderlin.
Novalis coloca la concepción idealista de la imaginación en los límites del genio creador y su libertad, pues su idealismo mágico rescata el valor demiúrgico (productivo) de la imaginación, concibiendo la trascendencia como una catábasis —íntima y nocturna— en cuya anábasis el poeta asciende a la revelación de un conocimiento casi siempre místico. Himnos a la noche (1800) es una magnífica muestra. En Novalis, la razón y la imaginación trascendental se funden en un solo órgano epistémico capaz de crear (y conocer) mundos ontológicamente tan densos como el mundo material. Por ello es tan sugestiva su lectura.
Afortunadamente el desarrollo nocional del idealismo alemán encontró su propio cauce histórico en el poskantismo (además del psicoanálisis y la psicología junguiana). Filósofos como Cassirer, Blaga, Ricoeur y Husserl rescataron, cada uno a su manera, el valor de la imaginación en cuanto que modeladora apriorística de la cultura, lo que tomó curso a mediados del s. XX en algunas corrientes antropológicas que, a partir de las nociones de ente imaginal y mundus imaginalis de Corbin, permitirían el tratamiento conceptual de términos como imagosfera e iconosfera para referirse a ciertos ecosistemas imaginales que moldean nuestra cultura.
El principio de ente imaginal es de gran importancia en los estudios culturales contemporáneos. Aquel supone ser más que un ente imaginario, pues su densidad ontológica compite con la de los entes materiales, haciendo posible eso que Coleridge llama la suspensión de la incredulidad, dejando de lado el sentido crítico del juicio. Los ecosistemas imaginales pueden hacer creer al lector/espectador que son reales, como ocurre con los de algunos reality shows guionados o los de los debates falsos.
No obstante, no son nuevos los entes imaginales, ¿o acaso han sido pocos los que juraron —y seguirán jurando— que Eva ofreció una «manzana» a Adán? Y usted… ¿también cree que los hombres de las cavernas tuvieron que lidiar con los dinosaurios? Debemos a la imaginación trascendental mucho más de lo que imaginamos…