Los años setenta del siglo XX lanzaron al mundo una generación de creadores que emergieron en nombre de la transgresión. El cine, la música, las artes plásticas, el teatro y el arte del cuerpo intensificaron su función, llevándola a extremos de creatividad y veracidad.
En el campo de la danza escénica, fue un tiempo para la consolidación de lenguajes que rechazaban la idea prevaleciente de un “cuerpo ideal”, rigurosamente formal, para oponerle la concepción de un movimiento libre y renovado. De este modo, nuevas o redescubiertas técnicas surgieron no para imponer ataduras, sino para concientizar formas alternativas corporales en conexión con una dimensión espiritual.
Son los momentos de la actividad inicial de Pina Bausch como coreógrafa, que ofrecieron la violencia telúrica de La consagración de la primavera y la profunda desolación de Café Müller, dos de sus obras primigenias. Ella, junto a Reinhild Hoffman y Susanne Linke, entre otras notorias voces, hicieron del neoexpresionismo alemán una corriente filosófica y estética de fuerte influencia.
Alemania representó un caso particular para el teatro-danza. En ese contexto, la fuerza de sus condiciones y el rigor de sus creadores hicieron de ella una expresión con perfil propio, perfectamente diferenciable del movimiento vivido en Francia, el otro gran centro europeo de danza escénica, cuyo influjo se hizo sentir.
La nueva danza francesa es un producto artístico resultante de la difusión de los principios de Merce Cunningham en Europa, cuyos postulados abolieron los limitantes conceptos preexistentes de espacio y tiempo. A partir del celebrado coreógrafo estadounidense, el espacio escénico y la presencia del bailarín en él fueron distintos, hecho que se tornó determinante en la concepción y la composición de una obra de danza, al punto de que en este creador se reconocen los orígenes de la era de la llamada danza postmoderna.
Desde ese entonces, la danza norteamericana y sus técnicas, especialmente las derivadas de Cunningham, se expandieron con rapidez. Los setenta y los ochenta son décadas para una penetración en la ideología de la danza europea. A partir de allí, la comunicación de ideas y sentimientos a través del movimiento puro, pero no vacío de contenido, obtuvo un nuevo sentido y una expresión distinta.
Así, desde la revolución que en su momento representó la presencia de Carolyn Carlson, portadora del ideal de Alwin Nikolais, los promotores del concepto novedoso de “danza de autor, hasta la generación de creadores post Cunningham, hijos del contacto improvisado de Steve Paxton, la danza europea adquiere un nuevo gusto francés.
El rescate de la cotidianidad, las formas de relación contemporáneas, cada vez más signadas por el individualismo, la carencia de identidad y la alienación personal que también se torna colectiva, son abordados por la danza gala desde una perspectiva menos dolorosa, donde la reflexión intelectual y el humor se convierten en factores esenciales.
El movimiento de la danza contemporánea venezolana ha sido receptor del sentimiento esencialmente humanista que representa el teatro-danza. Desde orígenes distintos, aunque provenientes de la nueva danza europea, sus influencias se convirtieron en realidades concretas, poseedoras de identidades y personalidad propias.
De Pina Bausch surgieron casi directamente y plenos de teatralidad, los conceptos de Carlos Orta, que unidos en una necesidad de investigar en lo esencial latinoamericano, constituyeron los planteamientos fundamentales de este coreógrafo venezolano.
Adriana Urdaneta, Jacques Broquet y Luz Urdaneta, formados en la vertiente Graham de Inglaterra, representaron una búsqueda de lo teatral a través del movimiento con perfiles autóctonos, orientada por un concepto integral del espectáculo.
También procedente de la misma escuela inglesa, pero con evidentes referencias al neo expresionismo, Julie Barnsley ha investigado dentro de esos códigos expresivos, tras el logro de una danza que sea reflejo de las vivencias y las contradicciones del ser urbano occidental.
Las investigaciones rigurosas de Hercilia López y Norah Parissi, consecuencia de sus irreductibles inconformidades, se tradujeron en propuestas pertinentes y singulares, en adecuación con su entorno e insistiendo en su sentido de universalidad.
De Cunningham y su expresionismo abstracto, devino en particular expresión mística Abelardo Gameche y su danza, ubicada dentro una concepción oriental, aunque desde las visiones culturales de Occidente.
Luis Viana, Miguel Issa y Leyson Ponce, pertenecen a una generación lúcida de autores del teatro-danza nacional, los tres oficiantes durante las complejidades sociales y culturales de finales de siglo. Rafael González hizo lo propio orientado por los conceptos y las técnicas de la danza postmoderna y sus claros intereses por la valoración plástica del movimiento. Juan Carlos Linares, a su vez, se refirmó como un creador butoh, poseedor de espíritu y corporalidad que lo conectan con los específicos orígenes de esta manifestación escénica y un gesto corporal genuino de estas latitudes latinoamericanas con el que se identifica.
Teatro-danza o danza-teatro. Se trata de una expresión diversa aquí y allá. Ha servido de espejo de realidades diferenciadas determinadas por disimiles contextos, y de sentimientos comunes y compartidos pertenecientes a la condición humana.
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